De haberse filmado 20 años atrás, Entre la razón y la locura habría sido firme candidata para la temporada de premios. A saber: dos actores en su momento de renombre, pero hoy venidos a menos (Mel Gibson y Sean Penn), una recreación perfecta de mediados del siglo XIX y una historia fascinante como la de la creación del Diccionario Oxford de la Lengua Inglesa. Pero ahora, con los cines volcados al gran espectáculo, su estreno se produce en silencio, casi inadvertido.
Para esto último influye también la apelación a varias recurrencias formales y narrativas que hoy lucen apolilladas, dignas de otro tiempo. Empezando, claro, por una dupla protagónica que hace de la sobreactuación una norma, en especial Sean Penn, que sigue pensando que interpretar es gritar y gesticular exageradamente. Que encarne a un auténtico lunático no ayuda demasiado.
Pero el protagonista central no es Penn sino Gibson, quien da vida a James Murray, un escocés al que le ofrecen hacerse cargo del proyecto del diccionario de Oxford. Una tarea faraónica, en tanto la meta es rastrear todas las palabras en inglés, en todas sus acepciones y con ejemplos para cada una de ellas. El trabajo se empantana hasta que la carta de uno de los tantos voluntarios que enviaron información aparece como salvación. Ese escriba es William Minor, un cirujano estadounidense y veterano de guerra internado en un psiquiátrico británico después de haber cometido un asesinato durante uno de sus ataques alucinatorios.
La estructura narrativa de Entre la razón y la locura descansa sobre tres pilares. Por un lado, el titánico esfuerzo de Murray para llevar adelante una misión más cercana a la locura que a la razón que atribuye el título. Por otro, la historia de Minor y su progresiva descomposición mental, a lo que suma el inicio de una relación amorosa con la mujer de su víctima. Ambas partes no se llevan del todo bien, y da la sensación de que se tratan de dos películas distintas que nunca terminan de cuajar. A lo quijotesco del trabajo de Murray, con toda su pulsión didacta, se le cruza el drama sobreactuado de Penn y su derrotero mental.
El tercer pilar es la interacción entre ambos. Luego de recibir el material de Minor, Murray empieza a frecuentarlo en el psiquiátrico hasta que establecen algo parecido a una amistad. El problema es que Penn es tan amanerado en sus gestos, tan evidente en su actuación, que hace que hasta Gibson parezca un actor sutil. De haberle dedicado más atención a esa aventura lingüística, Entre la razón y la locura habría sido una película más concentrada, más noble y genuinamente intensa, además de mucho mejor.