Una blanca palidez
Hay una captación loable de la región que recorta Schmunk. El espacio pueblerino, alejado del mundanal ruido, es el marco donde se desarrolla esta pequeña historia en la que un joven viaja desde Buenos Aires a Entre Ríos (Villa Ramírez, más específicamente) para estar presente con su madre y su abuela enferma. Hay un diagnóstico feo que no se dice y una sexualidad que no termina de comunicarse. Las dos indeterminaciones van de la mano y nunca estallan. Así transcurren los días en el lugar, entre mates, silencios, y apenas algunos diálogos relacionados con hacer salir las vacas o efectuar compras en la cooperativa.
“Está todo tranquilo, re tranquilo” dice un anciano que ayuda en los quehaceres domésticos. Los planos medios y generales dominan la escena; los tiempos muertos también. La mirada se reposa por momentos en la naturaleza inabarcable de esos lugares que parecen perderse en el tiempo. El punto de vista manifiesta cierta tensión solamente en uno de los pocos quiebres narrativos, cuando Emanuel encuentra a Gastón, un joven lugareño, camino a la ciudad. La cámara se concentra entonces en los rostros y alterna el foco para que las miradas suplan a las palabras. El deseo se instala pero la represión no cede. Y el tiempo se materializa para dar cuenta de la sensación de estatismo que reina en el ambiente.
Lo anterior confirma las virtudes de una película que desde su buscada parquedad apuesta a la complicidad afectiva de los personajes y la muestra en dosis justas: hay un paseo hermoso de la abuela con el nieto y un abrazo de los tres familiares que se constituyen como caricias al espectador. Esta austera honestidad para con los recursos que trabaja el film choca por momentos con una lógica donde los diálogos padecen de un cierto automatismo y las actuaciones entran en un registro anquilosado. Es un problema de tono que, afortunadamente, no es continuo.
Da la sensación de que la construcción de los personajes carece de matices y entonces la energía empleada en lo no dicho se vuelve monocorde. Además, la elección musical remite más bien a un folklore rancio y los rasgueos de guitarra acompañan (a veces, innecesariamente) situaciones de densidad emocional, para marcar esos instantes donde todo parece un pesar. No obstante, más allá de esto, la intimidad que propone Entre Ríos, todo lo que no dijimos es una jugada moderada que la enaltece a pesar de su pequeñez.