En el imaginario colectivo está instalada esta idea de que el porno y la paja son empresas casi exclusivamente masculinas. Solo los hombres se hacen la paja, y muchos se hacen la paja mirando porno. Y solo se hacen la paja mirando porno si no están en pareja. ¿Cómo puede alguien mirar porno y tocarse estando en pareja? ¿cómo puede alguien mirar porno de manera regular? Claro, como si acaso porno y sexo en pareja fueran conceptos excluyentes. Como si acaso coger con la pareja anulara cualquier otro tipo de deseo más bien ligado a una fantasía inalcanzable como es el porno.
Porque mirar porno involucra, en realidad, una especie de ritual. Como bien nos muestra Joseph Gordon-Levitt en su debut cinematográfico y con él mismo como protagonista en Entre sus Manos (Don Jon), mirar porno involucra una serie de pasos, todos disfrutables en igual medida: abrir la computadora, rastrear en el buscador el sitio que más nos interesa en ese momento, de acuerdo con las apetencias del día, entrar, encontrarse con los millares de videos y categorías, empezar a elegir (no siempre se da con el indicado, a veces hay que ver algunos minutos de otros hasta dar con ese, con “el” video que estamos buscando), encontrar el que queremos y recién ahí entregarnos por completo a la experiencia de la paja. No es tarea sencilla mirar porno, no se crean. No es fácil amar al porno, justamente por eso que nos da, por esas fantasías irreproducibles en la vida real, por regalarnos un rato de ese mundo tan hermoso de sexo desenfrenado.
Algunas veces, esos videos pueden ser tan pero tan buenos (la famosa categoría ameteur, tan venerada por algunos, esa que nos muestra historias más reales, con actores más cercanos a uno, en un entorno realista, si se quiere) “que duelen”. Jamás nada se va a parecer a eso, a ese sexo perfecto, a ese “fuck of the century”. Nada de eso ocurre en la vida real. En la vida real uno puede estar en pareja, estar bien con su pareja, tener buen sexo, incluso muy buen sexo, pero nada jamás se comparará con el buen porno.
Y así es cómo Jon vive sus días, su parca y monótono cotidianeidad. Los títulos iniciales, haciendo debido honor al montaje de atracciones postulado por Eisenstein, nos regalan una secuencia vertiginosamente cachonda: escenas de películas porno, yuxtapuestas con videos de deportes, minas esculturales en body haciendo sentadillas, videoclips hot. Y conocemos a nuestro Don Jon y a sus hábitos cotidianos, repetidos una y otra vez sin cesar.
La iteración de la rutina opera en tanto fijador de conceptos, en tanto vehículo de transmisión de esa monotonía. Su vida es eso, eso que ama, eso que no se altera jamás: ama a su auto, ama a su iglesia, ama a su casa, ama a su familia, ama a sus amigos, ama a su porno, ama a sus levantes casuales. Y así, día tras día. Pero, por sobre todas las cosas, en un momento dado, empieza a amarla a ella, a Barbara (Scarlett Johansson).
Reconozco que Scarlett suele parecerme una bomba sexual, una rubia debilidad que tiene esa mezcla de belleza natural, un culo que raja la tierra y labios salvajemente esponjados. Pero aquí, no la vemos tan hermosa. Si bien sigue destilando esa sensualidad apabullante, hay algo en la cara, en el pelo, o tal vez en cómo la toma la cámara, que nos hace distraernos de sus atributos. O tal vez sea el personaje que encarna, una suerte de Susanita versión 2013, una niña rica y mimada, con habitación rosa y uñas perfectamente esculpidas, cuya misión en la vida es encontrar a un hombre para casarse que, si no encaja justo en el molde deseado, será modificado hasta que encaje.
Así es como somos testigos de esta relación superficial y cosmética como todo lo que rodea a Barbara (y a Jon también, claro), como esas parejas que hemos visto en un shopping o en un gimnasio, deslizándose por los pisos encerados cual gacelas en el prado, felices en su chatura y en el hecho de compartir esas estupideces de la vida como grandes trofeos en materia de compatibilidad y empatía.
Nada parece perturbar la paz de la pareja hasta que… irrumpe el porno. Porno causante de la ruptura, porno moralizado, porno cuestionado por la rubia tonta que no entiende cómo se puede recurrir a él estando en pareja.
Pero no solo irrumpe el porno. También aparece la antítesis, la humanidad dentro de ese mundo tan deshumanizado, en la forma y el cuerpo de Esther (Julianne Moore). Y con la humanidad vienen las arrugas, viene la piel áspera y seca, viene menos el deseo sexual que el deseo de pasar tiempo con un ser humano.
Entonces Don, casi sin quererlo, se ve involucrado con Esther. Y acá es donde la película desbarranca y se va al pasto.
Porque hasta ahí, todo bien. El pibe es como es y elige sus vínculos acorde a cómo es, a sus intereses, como suele suceder. De golpe, Esther, la inteligente, la copada, la sensible Esther, aparece en su vida como ángel benefactor, y el segundo encuentro sexual entre ambos se da en el marco de una charla que apela al innecesario golpe bajo Iñárritu-style: ella perdió a su esposo y a su hijo hace un año, y necesita tener contacto con un hombre, con alguien, necesita llorar con alguien y necesita alcanzarle la toalla a alguien mientras se baña. Golpe bajo mediante, la relación se construye, y el adicto al porno, el que no creía en esa conexión mágica entre dos personas, de buenas a primeras, deja de ver porno porque se cura, porque decide entregarse a un vínculo más humano y porque, finalmente, puede hacer el amor y sentirse uno con el otro. El porno ya no es un estilo de vida, una elección, el porno es una enfermedad que envenena el alma y el cuerpo y, como tal, debe ser combatida y reemplazada por una conducta sana.
Y qué mejor que el sexo con amor para tomar su lugar, que mejor que el sentimiento puro, la entrega, la empatía con el otro, más si se trata de una viuda dispuesta a depositar todo su amor y dolor en un otro. La película, en este sentido, se traiciona a sí misma al volverse moralista y aleccionadora, al pretender dar un giro y “rescatar” a Jon de sí mismo y de sus conductas patológicas. Todo lo que se sostuvo sin juicio de valor durante hora y media, borrado de un plumazo. Una vez que entra la moral ya no hay lugar para el juego, solo queda el inexorable camino a la redención, esa pseudo-redención tranquilizadora de mentes timoratas.
Porque el amor todo lo conquista, incluso el porno y la paja.