Con la firma de un realizador que entregó al cine películas tan perdurables y disímiles como Mad Max, Las brujas de Eastwick, Babe, el chanchito valiente o Happy Feet, cada reaparición del veterano George Miller genera un revuelo cinematográfico. Miller ha cincelado un puñado de largometrajes notables, con un cine que puede interesar de maneras diversas, pero nunca es indiferente gracias a su nutrido imaginario visual. En ese sentido, 3000 years of longing -o 3000 mil años esperándote, nombre que resume y define la fantasía romántica que contiene mucho mejor que el burdo título de estreno local, Érase una vez un genio-, se añade al universo de sentidos que propone el realizador en su cine otra vez de manera identificable y difícilmente olvidable.
Pero este no es un producto logrado o con destino de clásico como tantos otros de su filmografía. Ese sitial indeterminado entre un fallido relato ampuloso y una excelsa fantasía anacrónica pareciera buscado intencionalmente por el realizador, enfatizando los recodos narrativos que escapan del convencionalismo mientras enuncia un relato tan antiguo, y en buena medida convencional, como es el del genio atrapado en una botella que es liberado.
Así, lo ingenioso y caprichoso de su mítico protagonista parece trasladado a la historia que lo contiene y presenta a la doctora Alithea Binnie, quien asiste a una convención sobre su especialidad intelectual -“el arte de contar historias”-, que se desarrolla en Estambul. Llega hasta allí con las Aerolíneas Scherezade, para hospedarse en la misma habitación en la cual Agatha Christie escribió Asesinato en el Orient Express. En todo el periplo se le aparecen extrañas criaturas y visiones “paranormales”, hasta que en un típico bazar turco compra una botella que, luego al abrirla, liberará al genio encerrado con su clásica oferta de tres deseos. A partir de allí el relato hilvana los siglos en los cuales el genio entró y salió de la botella junto al vínculo que va uniendo a los protagonistas.
Miller se vale para cautivar de su extravagante universo visual y de la íntima sensibilidad que rodea a la doctora Binnie (Tilda Swinton) y al genio (Idris Elba). También con su inteligente uso del metarrelato (un relato acerca de un relato), para incluir en su historia una crítica al discurso de la posmodernidad y el progresivo abandono de estas historias ancladas en el imaginario colectivo. Y aquí es donde la película no encuentra a su público, porque es demasiado compleja y hasta sensual para niños pequeños pero resulta, asimismo, demasiado convencional para un público adulto que si no se entrega al relato podrá verse defraudado. En cambio, dejándose atrapar por el poderoso imaginario visual de Miller, por momentos con una estética un tanto kitsch y sin dudas demodé, se conseguirá el efecto deseado: cerrar los ojos y que el estallido de colores a pura fantasía se haga presente en la memoria.
Pablo De Vita