La figura y la obra de Ernesto Sabato estaban pidiendo a gritos esta necesaria, imprescindible reivindicación que encara su hijo Mario con este testimonio fílmico entrañable y revelador, en una época en que cierta crítica tiende a silenciarlo. La propuesta, claro, está teñida por el afecto, pero no disimula tics, manías y obsesiones del protagonista. A través de fotos, filmaciones hogareñas en Super 8, cortos y diversas aproximaciones llevadas a cabo en distintas épocas, desfilan la infancia en Rojas, los estudios en La Plata, el período en el Laboratorio Curie de París, el abandono de la ciencia por la literatura, el compromiso político cuando las circunstancias lo exigen. Y como escenario recurrente, la casona mítica de Santos Lugares con sus paredes de vidrio, sus galerías, sus bibliotecas infinitas y sus árboles. No faltan la presencia de Matilde, los nietos, alguna pérdida irreparable y esos cuadros que empezó a pintar cuando ya no podía escribir, poblados de rostros alucinados de Kafka y Van Gogh. Por sobre todo eso, la palabra y la imagen de Sabato, imponiéndose. No se omite, claro, su tarea al frente de la Conadep, pero quien acaba ganando la pantalla es el Sabato íntimo con sus comentarios al pasar, su ironía, su empecinamiento y acaso su irremediable melancolía. Emerge en toda su estatura, quizá como el último representante de esa raza de escritores que creían que un libro nos puede cambiar la vida, más allá de las urgencias del mercado, que un texto nace para exorcizar los más secretos demonios. El film incita a volver a la lectura de “El túnel” y “Sobre héroes y tumbas”. No es poco.