Hermanos en una cacofonía de gritos.
El film ganador del Gran Premio del Jurado en Cannes es otra creación hiperventilada del director de Yo maté a mi madre, que continúa confundiendo catarsis con vómito, con personajes que parecen estar siempre al borde de la explosión emocional.
Xavier Dolan, el niño maravilla canadiense, nutrido y mimado en ese centro del universo llamado Cannes y con no pocos admiradores en todo el mundo, continúa investigando las relaciones familiares, ineluctablemente conflictivas. En Es sólo el fin del mundo, ganadora del Gran Premio del Jurado en ese festival, la cuestión se torna un poco (apenas) más expansiva que en la anterior Mommy –dominada por la ecuación amor-odio entre una madre y su hijo adolescente–, sumando a la pequeña saga a un par de hermanos y a la pareja de uno de ellos. Sin embargo, continúa la cacofonía de gritos, que a esta altura es una de las marcas registradas de su cine: los personajes parecen estar siempre al borde de la explosión emocional, cuando no la surfean en el pico de su altura, y no hay casi un momento de la historia en la cual asome algo parecido a un momento de pacificación. Con la excepción, quizás, de un puñado de flashbacks que idealizan momentos muy puntuales del pasado del protagonista, Louis, el joven y exitoso dramaturgo que regresa, luego de doce años de ausencia, para avisarles a los suyos que está por morirse.
Dolan contó para la ocasión con un reparto envidiable de talentos franceses, comenzando por la veterana Nathalie Baye como la reina madre y continuando con Vincent Cassel (el hermano), Marion Cotillard (la cuñada), Léa Seydoux (la hermana) y Gaspard Ulliel como el muchacho que regresa al seno familiar. ¿Por qué se fue? No se sabe y poco importa, aunque la toxicidad de ese hogar es ciertamente uno de los principales sospechosos. ¿De qué está muriendo? Tampoco se sabrá y su semblante sólo puede indicar la presencia de un mal terminal con un poco de imaginación. Lo cierto es que la ausencia y súbito regreso traen aparejados –previsible e, incluso, lógicamente– varios cuestionamientos y no menos reproches, y basta que Louis atraviese el umbral de la casa para que las palabras comiencen a arremolinarse en un vendaval de frases entrecortadas y, por lo general, hirientes. En particular cuando salen de la boca del hijo mayor, un Cassel de ojos inyectados en sangre en lucha con el mundo entero y, en esa jornada particular, enfrentado ferozmente a su hermano menor.
El origen teatral de la historia y la histeria se evidencia aquí y allá en el tendido espacio-temporal de la trama, que Dolan intenta encubrir con primeros planos y súbitos cortes de montaje –y una eventual y breve salida al espacio exterior–, y sólo sobre el final hará un intento de evidenciar el artificio mediante el uso de la iluminación, un recordatorio demasiado tardío de un modo de representación dramático que puede confundirse perfectamente con el realismo exacerbado. Los únicos momentos que quiebran ese continuo pegajoso de sopapos verbales recorren fugazmente el pasado, no tanto como chispazos de la conciencia sino como publicidades preciosistas donde el producto a vender es la sensibilidad del personaje que está rememorando. Dos únicas instancias demuestran las posibilidades contendidas en la historia para un desarrollo diverso, más sutil, tal vez más sensato: dos breves escenas en las cuales Louis conversa o simplemente se mira atentamente con Catherine (Cotilllard) y la posibilidad de algo cercano a la comprensión asoma en el horizonte. Ese film posible, sin embargo, está completamente eclipsado por el existente, otra creación hiperventilada del director de Yo maté a mi madre, que continúa confundiendo catarsis con vómito.