Gritos, no susurros
Con apenas veintisiete años y seis largometrajes estrenados, el realizador canadiense Xavier Dolan vuelve a dividir las aguas con Es sólo el fin del mundo (Juste la fin du monde, 2016), transposición de la obra homónima del dramaturgo francés Jean-Luc Lagarce.
Desde su estreno en Cannes, la última película de Dolan -transformado en uno de los “abonados” del Festival- fascinó a los amantes de su cine e irritó a sus detractores. Como ocurrió previamente con Yo maté a mi madre (J'ai tué ma mère, 2009), Los amores imaginarios (Les amours imaginaires, 2010) o Mommy (2014), Es sólo el fin del mundo suscitó grandes alabanzas, pero también fuertes críticas. Los que aprecian sus films, encuentran una intensa curva dramática; un vendaval de emociones que se conectan con una suerte de “sensibilidad a flor de piel”, capaz de sintonizar con una estética contemporánea. Los detractores, en cambio, piensan que ver una película de Xavier Dolan es asistir a una serie de fuegos de artificio entre los que no faltan las secuencias videocliperas que poco y nada tienen de profundas.
Su último opus es la transposición de una obra de culto, de un singular dramaturgo que supo construir una voz propia, aunque –al menos en Argentina- no tuvo una gran cantidad de puestas que lo dieran a conocer. Tras ver su versión cinematográfica –con sus defectos y sus virtudes- no cuesta entender que el material le vino como anillo al dedo a esta suerte de enfant terrible.
¿Qué cuenta Es sólo el fin del mundo? Quizás esta sea la primera película de Dolan en donde es mucho más evidente que lo relevante es el cómo y no el qué. Todo comienza con la llegada de un joven dramaturgo (Gaspard Ulliel) a su casa familiar, tras doce años de ausencia. Allí lo espera una madre tan histriónica (Nathalie Baye) que hace de la telenovela más maniquea una oda al realismo naturalista, su hermana , que parece estar siempre al borde de la exasperación (Léa Seydoux); su violento hermano mayor (Vincent Cassel) y su sometida esposa (Marion Cotillard). Lo importante es el reencuentro, que es –a la vez- una serie de múltiples reencuentros. Sobre todo porque el joven dramaturgo –sostiene al comienzo, voz en off mediante- morirá pronto de una enfermedad terminal. Todo deberá ser leído bajo la óptica de la despedida.
Hay una predilección en la película por los primeros planos, que a decir verdad se amoldan a ese rasgo claustrofóbico –endogámico, más bien- que tiene el hogar (no dulce hogar, en este caso). Habrá en la breve estadía reproches, pedidos de primera y última hora, algunos amagues de golpes que sorprenden mucho menos que los otros, más “dialogados”, en general vinculados a la ira acumulada durante años y la certeza (mayor o menor) de que aquella visita es pasajera. La cámara de Dolan se enamora del dramaturgo, que en casi ninguna secuencia da cuenta del deterioro físico y que respira algo de paz luego de los insertos que provee el realizador sobre su pasado (con estética de video clip de los noventa, acorde a la edad del escritor).
En las pocas horas en las que transcurre la historia queda claro que lo que intenta ofrecer la obra de Lagarce (o, al menos, lo que potencia Dolan) es un recorrido emocional que excede la intriga. Sí, es cierto; fatiga el griterío que se suscita tras la llegada del hijo pródigo, el que logró triunfar; fatiga que algunas situaciones del pasado se logren desentrañar mientras que tantas otras no; incluso fatiga que la duración de las discusiones por momentos se exceda de los límites de lo soportable. Pero todas esas “fatigas” dan cuenta de lo que le ocurre al personaje, y allí sí hay un problema y es que poco sabremos de qué se transforma en él, por más que Dolan le aporte al relato una metáfora visual final que hará de las delicias de los fans y, como no podía ser de otra manera, hará patear la butaca a los detractores.