La nada y el vacío
Xavier Dolan, niño mimado en festivales prestigiosos, conoce al dedillo las posibilidades de generar todo tipo de sensaciones en el espectador con la utilización de los recursos cinematográficos y la manipulación de los materiales, más que en su intento de contar una historia.
Cualquiera sea ella, el plus aparece en el fondo y no delante. Fondo que se hace absolutamente visible por el artificio, que despoja toda su impronta de la realidad o mejor dicho de una propuesta cercana al naturalismo, o del relato clásico que alcanza todo tipo de etiquetas a esta altura y que la pereza resuelve en un concepto bastante de moda: pos modernismo.
Es sólo el fin del mundo (2016) es de esas películas que ponen incómodo al espectador, lo hacen cómplice en el primer minuto al confrontarlo con una verdad que a lo largo de la película jamás se revelará. Si esa verdad además se relaciona con un rasgo esencial de un personaje, el efecto de alargamiento y retardo se magnifica.
La primera pregunta que dispara este entuerto cinematográfico supone -en realidad- varias respuestas. ¿Por qué? Lo primero que pasa por la cabeza del espectador es ese interrogante, que va unido a la motivación, y la motivación arrastra indefectiblemente tanto a la emoción como al deseo en primera instancia para establecer un juego de roles en los vínculos. Vale decir, la importancia del entorno condiciona la propuesta y el contexto aumenta el grado de perturbación.
Filmar lo fugaz, lo efímero, la nada per sé es un desafío que pocos cineastas buscan atravesar en sus propuestas artísticas, o por lo menos hacerlo con materiales que no son propios como es el caso de este opus, cuyo origen es una obra teatral.
La premisa o el pretexto ficcional es sencillo y a la vez contundente: el protagonista tiene 34 años y doce de ausencia en la familia. La incomunicación con sus hermanos es directamente proporcional al afecto que puede o no tenerles y además sabe que se va a morir pronto. Eso hace de su inesperada visita un verdadero justificativo para todos sus actos subsiguientes. Sin embargo, ningún miembro de su familia está dispuesto a escuchar su silencio.
Si una de las aproximaciones a la idea de vacío recae en el silencio, el contraste más eficaz para hablar del silencio es precisamente adornarlo de palabras, atorarlo en verborragia estéril frente a la inevitable noticia de la muerte. Los reproches no tardan en llegar, son la melodía desencadenada de un coro disfuncional exagerado y hasta por momentos caricaturesco, que acompaña el derrotero del protagonista, mientras escucha, reflexiona, añora -más que recordar- y cae en la trampa de las palabras.
El espectador parece un convidado de piedra ante semejante desquicio, por momentos reconoce el difícil instante de tomar la palabra para comunicar aquello que todos se niegan a escuchar; el espectador no puede salir de la trampa de la complicidad, porque el propio Dolan lo dejó indefenso y aturdido.
Pero lo que realmente sorprende en este opus que sacude es la meticulosa red de significados con la que Dolan construye el universo propio de esta familia, fuera de todo espacio o tiempo, en un registro errático que a veces toma prestado la dinámica del videoclip, otras la retardada puesta teatral y en ocasiones el desborde por el desborde en sí mismo, con un estallido de gritos, palabras altisonantes y filosos acordes en una música omnipresente.
La nada y el vacío no son la misma cosa, una responde a una suerte de lugar y el otro a una sensación que conecta con lo más profundo de las emociones. Traducir en imágenes a esas dos abstracciones es el primer paso, aunque no alcanza y por suerte no se agota en una sencilla o compleja representación, sino en un estado de suspensión donde la intelectualidad reposa en la emoción y la sensibilidad afina los acordes de una melodía que logra escapar del murmullo y retumba cada vez que se cierra la puerta de la percepción.