El cine de Xavier Dolan es un cine visceral, intuitivo, que ha logrado ubicarlo, pese a su corta edad, en el panorama autoral mundial con pocas películas, y así y todo, muchos siguen cuestionando su capacidad para impactar y deslumbrar desde la pantalla.
En “Es solo el fin del mundo” (Canadá, Francia, 2016) asistimos al relato del retorno de un hombre a su tierra natal luego de haberse alejado, sin muchas explicaciones, de su familia, de sus vínculos y de su pasado.
En ese alejarse pudo forjar una carrera de escritor exitoso, la que, sin él saberlo, fue seguida por los suyos en silencio, minuciosamente. Lo que su familia no sabe es que su vuelta tiene que ver con algo personal, algo que quiere profundamente comunicar, al igual que una decisión irreversible que tomará.
Pero en ese regreso nada se da como el pensaba, excepto la distancia con su hermano y la que él propiamente insiste en poner con su madre, su pequeña hermana y su cuñada (a quien no conocía) lo descolocan.
Así arranca el film, un potente relato sobre las miserias familiares que terminan por explotar en forma de palabras a lo largo de todo el metraje. Un laberinto en el que cada obstáculo que aparece termina por sumar más odio destilado en medio de una cena que sólo complica más el presente del recién llegado.
Dolan expone a sus personajes a un viaje al infierno, y expone al espectador a un sinfín de situaciones de las que trataré de evadirse sin buen resultado, porque “Es solo el fin del mundo” es la inmersión en las emociones de esta familia que supo callar y ocultar, pelear y amar al unísono, pero que no supo verbalizar ni explicar correctamente aquello que le estaba pasando.
SI bien el guión va desarrollando el derrotero del encuentro y de la conflictiva relación entre los familiares, también juega con la imagen y la música a partir de la incorporación, por ejemplo, de la música (siempre la más inesperada) para sumar a través de flashback el estado anterior
El director además de esos juegos, de bordear con el kitch, de acercarse a un cine de situación que parece casi improvisado, escoge delinear con trazos gruesos a sus personajes, porque sabe que en esa delimitación también radica su habilidad, sino no se entiende cómo su protagonista casi ni habla durante el film, y así y todo transmite mucho más que las palabras dolidas del resto del elenco.
Y además, al delimitar los actantes, a cada uno le otorga una función, siendo la cuñada, aquella que funcionará como testigo de la decadencia de esos vínculos que intentan, a toda costa, imponerse nuevamente, pero que en la lejanía ya se han debilitado.
Parece mentira que a tan corta edad Dolan pueda transmitir tantas impresiones sobre el entorno de la familia y cuente una vez más el clásico relato del regreso del hijo pródigo, aquel que vuelve para cumplir con algo, y en el medio termina por girar hacia otro lado para evitar que la colisión sea aún más fuerte.
El preciosismo con el que compone las escenas, la precisión de los encuadres y la obsesión por construir también desde los espacios aquello que la narración necesita, sumado al increíble cast que lo acompaña en la aventura, Marion Cotillard, Lés Seydoux, Vincent Cassel, Gaspar Ulliel y Nathalie Baye, hacen de la propuesta una experiencia ineludible.