Un amor más frío que la muerte
Capaz de narrar en un par de escenas años de vida, Jia Zhang-Ke muestra en Esa mujer un amor no correspondido con trasfondo de policial.
La primera imagen de la nueva película de Jia Zhang-Ke, uno de los cineastas contemporáneos con mayor potencia autoral, es un ómnibus en movimiento. Atrás de todos los asientos, de cada una de las personas que habitan el medio de transporte, se encuentra Qiao (Tao Zhao), con su pelo negro noche y sus ojos de araña: la actriz fetiche del director chino y la protagonista de este policial melodramático donde el amor puede hacerte más daño que una bala. Qiao llega a un salón repleto de gente. Sobre un escenario hay un hombre levantando una bicicleta con sus dientes. “Recuerden esta fecha, ¡porque hoy verán un milagro!”, se oye retumbar en las paredes por el sonido que magnifica el micrófono. Esa frase al pasar, que se pierde entre el murmullo y las sillas que al moverlas rechinan, cobrará un peso simbólico más adelante.
Mientras tanto, Qiao mira de lejos al truco circense para dirigirse a una puerta de madera verde. Entra sin pedir permiso y se mueve por ese cuarto, lleno de hombres fumando, como la reina del panal. Cuando uno le tira un beso ella, envuelta en una nube de humo, le responde con un golpe en la espalda. “¡Pidan una ambulancia!”, grita otro burlándose. Qiao entrega otro golpe, y otro más, como si fuera un delivery de piñas amigables pero no por eso menos fuertes. Entre todos esos hombres que apuestan dinero sobresale Bin (Fan Liao), el jefe de esta banda y la pareja de Qiao, quien maneja la casa de juegos e impone las reglas de hermandad del jianghu, término que se repetirá de principio a fin del relato justificando o pidiendo explicaciones sobre una actitud propia o ajena. En Esa mujer las palabras no se desperdician alegremente como si fueran billetes. Se habla poco, pero lo que se dice tiene el peso de palabras que ningún diccionario puede traducir.
Del encierro al aire libre. Del cuadro asfixiante a la postal del paisaje natural. Qiao se mueve entre los negocios oscuros de Bin y la desesperación de un padre obrero que lucha contra sus nuevos patrones en la mina. Ahí está el contraste: la vida de pequeños lujos de Qiao, donde los billetes se pasan de mano en mano, y la ausencia de seguridad económica de su papá. Los mafiosos que se ganan el dinero fácil y el mundo del cuerpo sacrificado de los trabajadores de Datong. Pero ambos extremos tienen un punto en común: los tiempos están mutando y no habrá individuo que salga ileso de la primavera tecnológica en China. Qiao anhela comprarle una casa a su padre, pero también sueña con formar una familia con Bin. Deseo que ella tardará demasiado tiempo en descubrir que no es recíproco.
Devoto a su estilo y capacidad para narrar en un par de escenas años de vida, Jia cuenta cómo es el vínculo entre Qiao y Bin a través de una canción, pero no cualquier canción: la pareja salta al ritmo de Village People, abren y cierran los brazos, formando las letras del estribillo de “YMCA”. Pero mientras Bin quiebra su cintura, intentando ser lo más fiel posible a la famosa coreografía, su revolver escondido dentro del pantalón cae hasta impactar contra el suelo, quedando al descubierto entre los pies que danzan en la pista del salón. Qiao se molesta porque odia que su novio porte un arma ilegal. Lo mira con enojo. Pero en vez de lanzarle un reproche, le transmite lo que siente bailando con todo el cuerpo. Girando de un lado al otro. Recordándonos el inolvidable inicio de la película Lejos de ella (2015), con un grupo de chinos bailando juntos “Go West”, versionado por los Pet Shop Boys. ¿Cómo expresar mejor un sentimiento incómodo que con pasos de baile?
Aquella fiesta donde brindan los miembros de la banda por la hermandad, jurando lealtad y rectitud mientras las luces de colores del salón pintan sus pálidos rostros, encontrará más temprano que tarde su contracara: uno de ellos es asesinado por unos jóvenes pandilleros que quieren escribir con sangre las nuevas reglas. Una muerte que nos regala un velorio con un show de baile de salón. Una tragedia que necesitará de más acompañantes para que el melodrama pinte la pantalla de color amargo. Una emboscada al auto de Bin, ese hombre fuerte ante el que todos se arrodillan para ofrecerle fuego cuando apoya un cigarrillo en sus labios, marcará un antes y un después en el futuro de los miembros de la banda.
Bin se defiende de los atacantes peleando como baila: con ritmo y compás. Entregando piñas y patadas como si estuviera bailando el hit de Village People en una pista. De una coreografía a otra. El cuerpo siempre respondiendo cuando las palabras no alcanzan. Pero un solo cuerpo no es suficiente, y Qiao toma el arma de Bin para salvarle la vida. Dispara al aire como su novio le enseñó un rato antes, a su pesar. Porque si algo odia Qiao es poseer un revólver ilegal. Decisión que la pone entre rejas durante cinco años por adjudicarse la posesión del arma para salvar, una vez más, a su gran amor.
Las palabras no son suficientes, el dolor tampoco. Qiao sale de prisión sin que nadie la busque. Bin jamás la visitó, ni la esperó en la puerta de la cárcel. Ella no es la misma que entró. Su flequillo recto se deshizo como ese brillo en los ojos que tenía cuando Bin le respiraba cerca. Sus ropas de colores fosforescentes, con flores y mariposas, fueron reemplazadas por prendas grises, como su presente desolado. China tampoco es la misma: los trenes ahora son más veloces, las canciones que se escuchan también. Pero hay algo que no cambió: el amor que Qiao siente por Bin. A pesar de la traición y el abandono, ella lo busca como Hamlet busca la venganza.
Bin tiene una nueva novia, quien le transmite con crueldad que él ya no quiere verla. “Las relaciones y los sentimientos cambian, es natural. La gente necesita cuidarse a sí misma. Necesitan tomar el control de sus propias emociones”, le dice a Qiao, tan rota que ya no teme romperse más. Porque eso ya no es posible. Salvo en una película de Jia Zhang-Ke, donde el dolor parece no tener fondo. Obsesionada por ese amor que la encerró por cinco años, Qiao le tiende una trampa a Bin para recuperarlo. En una de las escenas más desgarradoras de la película, Bin toma la mano izquierda de Qiao, la mira, la acaricia y pronuncia “Con esta mano me salvaste la vida”. “No soy zurda, ¿no lo recuerdas?”. Como si fuera un minero, el director escarba cada vez más en la profundidad de un cuerpo herido.
Al igual que en tantos relatos de Jia Zhang-Ke, Esa mujer nos pasea por ciudades y recovecos a través de toda clase de medios de transporte: colectivos, trenes, barcos. Pero sin importar las distancias que recorren, Qiao no se separa de Bin, por más que él sea parte de otro mundo, y de otra familia. En Esa mujer también hay espacio para hablar de extraterrestres. En una noche estrellada, Qiao ve un objeto volador no identificado. Porque en el cine de Jia Zhang-Ke es más posible ver un ovni atravesando el cielo que ser correspondido en el amor. Es en ese punto donde Esa mujer no es una película sobre milagros, como anunciaba el conductor del show circense. Es un relato sobre la espera de uno de ellos: que Bin la quiera a Qiao como ella lo ama a él.