No hay vuelta que darle, “Escándalo americano” me defraudó. Cuando en esta época del año (temporada de premios en Hollywood) llegan las producciones con nominaciones al Oscar uno tiene cierta expectativa de que algo bueno pueda pasar.
Aunque Truffaut decía que todas las películas nacen iguales, asistí a ver “Escándalo americano” con el pálpito que por elenco, director (en ascenso) y las notorias repercusiones en la previa al Oscar, podía ser una realización más que atractiva, que en cierta forma lo es, pero que pierde en emoción al esforzarse en aparentar lo que no es.
Pasemos al argumento: ambientada en los ’70, la obra de David O. Russell se inspira en la operación Abscam (organizada por el FBI) que muestra a una serie de estafadores de poca monta como Irving (Christian Bale) y a su amante Edith (Amy Adams), quienes son obligados a trabajar para Richie DiMaso (Bradley Cooper), un agente del FBI que busca emboscar a políticos coimeros que acceden a la instalación de un casino en Nueva York. A estos personajes se le suma el que está interpretado por Jennifer Lawrence (Rosalyn), la neurótica esposa del personaje de Bale, y Jeremy Renner como el honesto alcalde Carmine Polito.
En “Escándalo americano” abundan las pelucas. Supongo que no hay en el mundo cosa más artificial que una peluca. Ya sea por el aspecto estético o por su naturaleza carente de autenticidad. La peluca es tramposa, es postiza. Disfraza y tramposea. Es puro artificio, algo que no es, pero que pretende serlo. Juega con una pose e intenta mostrar una cosa que en su esencia no lo es. Simula y se convierte en una caricatura de lo que desea representar.
Algo así como lo que me provoca una peluca postiza es lo que me pasa con esta producción. Aparenta una intensidad y un espíritu poco genuino. Despliega un universo demasiado exagerado, grotesco y forzado que, paradójicamente, genera escasa identificación con lo que le sucede a los personajes centrales. No hay tensión.
A la realización le falta fibra. Mucha pose, mucho disfraz que tiende a disminuir las emociones del relato y aplaca la efervescencia que, por momentos, alcanzan la manga de estafadores.
Está claro que Russell no es Scorsese. Si la película tiene cierto atractivo lo es gracias al trío compuesto por Lawrence, Adams y Bale. Sin embargo, esa cámara innecesariamente inquieta, la musicalización demasiado extradiegética, y esa caricaturesca representación de época, atentan contra la sensación de vértigo que Russell pretende imprimirle a su obra. Paradójico, pero real.