Bennett Miller, el director de “Foxcatcher”, es casi un especialista en películas biográficas. Su corta filmografía lo avala: “Capote” (2005) se centra en la historia del caso del célebre escritor y su obra “A sangre fría”, y en “Moneyball” (2011) que se mete de lleno en la vida de Billy Beane, un reconocido manager de la liga de baseball de los Estados Unidos, producción recordada - al menos para mí - por la velocidad de los diálogos escritos por el gran Aaron Sorkin. Siguiendo esa línea de historias verídicas, su última película (de paso exitoso por el último Festival de Cannes) también está basada en hechos reales. “Foxcatcher” narra el vínculo entre John du Pont (Steve Carrel), un magnate bastante paranoico, que contrata a dos hermanos campeones de lucha libre, Mark Schultz (Channing Tatum) y Dave Schultz (Mark Ruffalo) para promoverlos a participar de los Juegos Olímpicos de Seúl en 1988. La relación entre estos transitará diferentes facetas de empatía y odio, de obsesiones, desconfianzas y traiciones. Como en toda historia con estas características la cosa terminará mal. Tal como lo hiciera Nicole Kidman en su Virginia Woolf de “Las horas” (2002), ahora es el turno de Steve Carrel en calzarse una nariz de utilería. La actuación de Carrel está muy bien, y no por la nariz. Su actuación interpretando un “papel serio” es la típica que debe hacer un comediante en algún momento de su carrera, como ya lo han hecho Jim Carrey en “Eterno resplandor de una mente sin recuerdos” (2004) y Guillermo Francella en “El secreto de sus ojos” (2011), por nombrar un par de antecedentes. Otro punto notable es la actuación de Tatum y Ruffalo. Algo que no es casualidad en las realizaciones de Miller, ya que se ha destacado por el buen manejo en la dirección de actores. Esto denota que es un director que centra sus realizaciones en los personajes, les da un lugar más que importante. Como dato curioso, sepan que varios actores protagonistas de las producciones anteriores han ganado nominaciones a distintos premios de la industria cinematográfica que, aunque no sean sinónimos de calidad, al menos representan una cierta importancia en sus carreras. Googléenlo y sabrán al respecto. Por decirlo de alguna manera, “Foxcatcher” funciona como la contracara de “El lobo de Wall Street” (2013). Coinciden en la época (los años ’80) y en la sumisión (y la rebeldía) ante el poder del dinero, entre otras cosas. Pero en contraposición a la de Scorsese, la de Miller es desacelerada, introspectiva, cuidada y bastante contenida. Además, no narra el origen del multimillonario, sino que toma un momento en particular de su (solitaria) vida. Es que en “Foxcatcher” todo es más intimista y reservado, y ese es justamente el tono elegido de la realización. Miller está interesado en la construcción del vínculo entre Du Pont y Mark Schultz. Esa obsesión por ambos personajes funciona como la de Du Pont hacia los hermanos Schultz, y viceversa. Hay una descomposición de esa relación que tiende hacia una decadencia sin salida que poco a poco vamos intuyendo en la película, ya que, al fin y al cabo, esta historia expone una variante deforme de las consecuencias del sueño americano. Sin dudas, el pulso hacia la resolución final marca el ritmo de la narración. Las abundantes elipsis y los personajes de pocas palabras juegan a favor y en contra de la película. En determinados momentos es necesario que cierto punch sacuda ese tono gris y sombrío. “Foxcatcher” es una historia de lucha, pero no pega, no cachetea. Es que sus virtudes terminan erigiendo sus propios defectos. Te envuelve, te atrapa, pero no te apasiona.
El caso de Lisandro Alonso es único. Su filmografía cuenta (por ahora) con cinco películas, y en su totalidad fueron presentadas en el Festival de Cannes. Es decir, que es un realizador argentino que tiene una efectividad absoluta: película que estrena, película que pasa por La Croisette. Fue el caso de “La libertad” en 2001, “Los muertos” en 2004, “Fantasma” en 2006, “Liverpool” en 2008 y este año fue el turno de “Jauja”. Y justamente “Jauja” es su primera con varios cambios que la diferencian de sus otras cuatro predecesoras. En primer lugar, la cabeza de elenco es Viggo Mortensen, un actor que tiene un perfil muy ecléctico, ya que puede protagonizar un tanque como “El señor de los anillos” (2001), y actuar en producciones con ambiciones más pequeñas. Otra sustancial novedad es que Alonso comparte con Fabián Casas la autoría del guión, cuando antes él mismo se encargaba de la escritura. Y por último, el presupuesto de “Jauja” es mucho mayor comparado al resto de sus películas. La primera conclusión que surge es que estas innovaciones han potenciado el cine de Alonso. “Jauja” amplía su universo creativo renovando búsquedas estéticas y narrativas. En su primera parte abundan planos fijos como si fueran momentos de espera, de transición, para lo que vendrá. Alonso juega a extenderlos, coquetea con suspensiones temporales y con sus habituales “tiempos muertos”. Es que tiempo y espacio son la clave de acceso a “Jauja”. Una realización sobre trayectorias donde los personajes emprenden viajes para enfrentar su destino. Cuando muchos comparan las películas anteriores de Alonso con “Jauja” dicen que ésta resulta ser la más narrativa de todas. Esta afirmación es una verdad a medias. Aunque en ella hay un conflicto más evidente, convengamos que tanto en “La libertad” como en “Los muertos”, “Fantasma” o en “Liverpool” hay líneas narrativas latentes. Obviamente, más finas, más contemplativas. Suele decirse por ahí que los grandes autores de la historia del cine hacen siempre la misma película. Esto suena un poco despectivo para cualquier director de cine al confundir marcas autorales con repetición de fórmulas. Sin embargo, si a esta frase (hecha) la aplicáramos al cine de Alonso deberíamos refutarla inmediatamente. “Jauja” es el ejemplo más contestatario. En conclusión, la mirada de Alonso sigue siendo audaz y alejada de cualquier tipo de convención. Su estilo lo convierte en uno de los cineastas más significativos de la actualidad. Claro, no es fácil el acercamiento. A veces lo radical es sectario. Puede que “Jauja”, ese lugar de abundancia y felicidad que se lee al inicio de la película, sea el resumen del cine de éste autor, ese espacio a donde todos quieren llegar pero que pocos pueden acceder.
Hay una constante en el cine de Christopher Nolan: Todo lo espectacular que logra crear mediante las imágenes lo arruina con palabras, explicaciones, y argumentaciones que pone en boca de los personajes. Particularmente no me gustan las producciones en las que los personajes se ven obligados a explicar lo que pasa en la narración. Nadie duda de la capacidad visual de Nolan para generar imágenes impactantes, pero esto no quita que objetemos la verbosidad que despliega mediante quienes protagonizan las acciones. Esta particularidad no sólo se aprecia en “Interestelar”, pues ya en “Memento” (2000), “El gran truco” (2006), “El origen” (2010), o la última Batman, se lo observaba, como si desconfiara de la inteligencia del espectador, por ende no narrar a través de lo que se ve sino mediante lo que se dice. Sumémosle a ello que Nolan recarga los diálogos con una trascendencia demasiado solemne, buscando transmitir ideas importantes con tono grave y enfático, para lo que se vale de elementos de la puesta en escena que hacen resaltar lo “importante”. Con sólo escuchar los acordes de la música compuesta por Hans Zimmer nos damos cuenta qué es lo que busca expresarnos. Pasando a la historia. “Interestelar” narra las vivencias de un grupo de científicos que tiene la misión de hallar un planeta que reúna las condiciones necesarias para que sea habitable por “nosotros” ante el inminente colapso del planeta Tierra. El nudo central gira en torno al personaje interpretado por Matthew McConaughey, que encabeza dicha misión, quien se enfrenta con la resistencia de su hija, quien no acepta que su padre emprenda semejante aventura. Sin duda lo emocional del relato va atado al sacrifico que el protagonista debe afrontar, de esta manera surgen preguntas sobre qué es más importante: salvar la raza humana o quedarse con su familia. Por otra parte, aplicando una dosis de benevolencia hacia Nolan, vale reconocer que la primera parte es bastante entretenida, al menos hasta el momento del despegue. Casi como algo paradójico, cuando la nave inicia la misión a otras galaxias parece que la narración no despega, sino que derrapa. En “Interestelar”, Nolan tiene una necesidad abarcativa tan grande como la mismísima galaxia que los tripulantes de la nave Endurance atraviesan. Ya en “El origen” nos introducía en un laberinto no espacial y temporal con giros narrativos caprichosos. En esta realización es aún más ambicioso y aparecen elementos new age, filosóficos, e incluso introduce espacios atemporales con ¡cinco dimensiones!!! Lo más significante es que todo este menjunge debe explicarse casi como una enciclopedia. “Interestelar” debería proyectarse con la pista de audio del comentario del director que viene en los extras de las ediciones en dvd o bluray, ya que sería una buena manera de reforzar todo aquello que Nolan quiere remarcarnos.
La violencia de género según la mirada de Diego Lerman De las cuatro películas argentinas que fueron alistadas para participar de las secciones oficiales del último Festival de Cannes, “Refugiado” fue, por decirlo de alguna manera, la que menos ruido provocó en la previa. No por esto es que sea menos importante que las otras tres. Tanto “Jauja”, “Relatos salvajes” como “El ardor” traían consigo una serie de detalles de producción que para el contexto del cine argentino hacían llamar aún más la atención. “Refugiado” es la cuarta obra de Diego Lerman. Su ópera prima,”Tan de repente” (2002), es una de las películas insignia de la nueva generación de directores que arrancó con la renovación del cine argentino a fines de los ‘90 y principios del siglo XXI. “Tan de repente” es una realización valiosa que le sirvió a Lerman como el viaje iniciático de su carrera. Y sí partimos hablando de viajes no es casualidad, ya que “Refugiado” es una forma de roadmovie. O, mejor dicho, es una producción de escape de una realidad, de una vida, de una desesperación. Porque en ella Lerman aborda el tema de la violencia de género y su inequívoco camino sin salida. Básicamente narra cómo una madre intenta huir de la casa junto a su hijo, de unos siete años, tras una golpiza (como otras tantas) que le propinó su marido. Ella termina hospitalizada, para luego ser trasladada a un parador de mujeres en su misma situación. En “Refugiado” hay algo muy "traperiano", y más exactamente de “Leonera” (2006), porque las escenas que se llevan a cabo en el hogar para mujeres con problemas de violencia de género tiene mucho de la cárcel en la que permanecía presa el personaje de Martina Gusmán. La rutina, la socialización dentro del centro, la compañía de su hijo, comparten con la película de Pablo Trapero esa mirada de encierro. Una de las cosas que más sorprende de “Refugiado” es su estética y el cómo está narrada la historia. A pesar de encarar un tema muy delicado, tiene cero intenciones de ser lacrimógena. La cámara de Lerman que acompaña a la madre y a su hijo en ese escape, no se interpone ni tampoco los juzga. Sin embargo, la realización nunca pierde fuerza dramática provocando emociones genuinas. Si tuviésemos que asociarla con un color, sería el gris. Porque todo se ve y se siente gris, como el cielo y esas tormentas que se avecinan, y esa Buenos Aires desteñida, manchada de óxido como síntoma de decadencia. Además, otro acierto es el respeto que Lerman tiene por sus personajes, cosa rara en tiempos en que algunos directores son bastantes crueles con los personajes de sus propias películas. Madre e hijo están en constante movimiento, no paran, y su manera de deambular tiene ecos de “Los 400 golpes” (1959), de François Truffaut. Esa incertidumbre y sensación de desasosiego agudo, flotan constantemente en la superficie de “Refugiado”. Sin dudas, está realización marca un regreso fuerte de Lerman tras “La mirada invisible” (2010), devolviendo esa clase de películas que los críticos suelen exigirles a ciertos directores que no pueden repetir la calidad de alguna de sus obras por las cuales hayan sido reconocido. Por ejemplo, algunos le reclaman a Naomi Kawase otra “Shara” (2003)). Entonces a Lerman ya no se le va a pedir otra “Tan de repente”, pues a partir de ahora es el turno de "reclamarle" otra “Refugiado”.
A lo largo de su carrera cinematográfica David Cronenberg se ha interesado en imágenes y obsesiones basadas en la representación y metamorfosis del cuerpo humano en sus diferentes variantes, como la descomposición orgánica de modo alusivo a la desintegración de la identidad y del espíritu del ser humano. Sólo basta mencionar “La mosca” (1986) o “Scanners” (1981) como dos ejemplos de su estándar autoral. Cronenberg, como ex estudiante de biología, opta por descubrir los cuerpos por dentro y juega con ese concepto de estética apuntando a mostrarnos las peores cosas que pueden sucederle desde un lado monstruoso. En “Polvo de estrellas” hace lo mismo, pero desde un lugar satírico sobre la monstruosa industria del cine. Hollywood bajo la lupa acida de Crononenberg, similar a lo hecho por David Lynch en “El camino de los sueños” (“Mulholland drive”, 2001) en la que arremetía desde un costado más onírico y menos explícito, y es aquí donde Lynch hace la diferencia. La realización de Cronenberg tiene dos líneas narrativas paralelas que terminan cruzándose. Habana Segrand (una gran Julianne Moore) es una actriz desesperada por volver a ser lo que era en el mundo de la industria hollywoodense, quien por recomendación decide contratar a Agatha (Mia Wasikowska), la que entabla una extraña amistad con un chofer de celebrities (Robert Pattinson). Por otro lado, aparece una caótica familia cuyo hijo, Benjie Weiss (Evan Bird), es una estrella adolescente que se encuentra superando adicciones prototípicas de los exitosos jóvenes de Hollywood, a lo Justin Bienber, y el Dr. Stafford Weiss (John Cusack), una especie de gurú de la autoayuda muy vendehumo. “Maps to thestars” es el título original de “Polvo de estrellas”, y es justamente eso, un recorrido por Sunset Boulevard desnudando todo tipo de perversiones en tono de comedia negrísima sin tapujos demostrando la libertad creativa que aún mantiene Cronenberg. Es que el cine de éste realizador canadiense siempre ha quedado al costado del camino de los cánones que propone la industria hollywoodense, considerado un cineasta marginal, al igual que su colega David Lynch. Sin embargo, “Polvo de estrellas” más allá de sus aciertos, su mirada corrosiva, sus atrevimientos y sus grandes actuaciones, tiene un problema en la forma de señalar todos esos males que hay en la industria del cine. Brota cierta literalidad discursiva acerca de lo que se está revelando dentro de ese universo. Hay algo que se está señalado groseramente y que enfatiza sobre el desprecio hacia los comportamientos de esos individuos, porque más allá de que sea una especie de sátira y la sátira tenga ciertas reglas, apela a una crítica muy en primer plano. Claramente, a pesar de estos defectuosos subrayados la película mantiene un atractivo ligado a esa libertad que posee toda obra de Cronenberg. Es que, aunque suene conformista, es preferible un Cronenberg sermoneándonos a muchos otros directores que pretenden emular a la marca autoral de éste realizador.
De la misma manera que existen producciones argentinas que describen (tanto desde la ficción como del documental) uno de los períodos más oscuros de nuestra historia, la última dictadura militar, el cine alemán hace lo mismo con la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría o la caída del muro de Berlín. Claramente, estos procesos históricos poseen demasiadas y aterradoras similitudes. Sin embargo, a diferencia del cine argentino que intenta indagar sobre el tema desde un lugar más cuestionador, aunque neutralizando otras miradas sobre los años ‘70, el alemán se encuentra en una etapa en busca de una redención como una manera de limpiar conciencias. En este mismo orden podemos citar títulos como “La caída” (2004), “La vida de los otros” (2006), a manera de ejemplo. Ambos filmes poseen cierto valor catártico, lo cual, es interesante porque levantan polémicas, provocan debates y surgen nuevas opiniones sobre la historia más sensible y dramática de ese país. Metiéndonos de lleno en “Dos vidas”, lo primero que podemos señalar es que ésta producción marca el regreso al cine de Liv Ullmann, lo cual juega como una carta de interés para aquellos nostálgicos cinéfilos que la extrañaban en la pantalla grande. Dirigida por Georg Maas, “Dos vidas” narra una historia de identidades, secretos pasados y, sobre todo, de las consecuencias del programa Lebensborn creado por el régimen nazi con el fin de separar a los hijos de madres noruegas y oficiales nazis para llevarlos a Alemania. Es conveniente no adelantar demasiado de historia porque en ella hay un juego de ocultamiento de información al espectador que luego terminará develándose. Y realmente esta idea de mantener todo tan contenido, desde la información que se esconde, desde esas idas y vueltas en el tiempo, y esas actuaciones con ceño marcadamente frunzido hace que la película sea demasiado prolija, calculada e indecisa. ¿Por qué indecisa? Porque “Dos vidas” no se decide entre el thriller político-histórico ni por la trama de espionaje. Esta claro que no es casualidad que esta producción haya sido seleccionada por Alemania para competir por los premios Oscar. Posee ciertos requisitos que la hacen “oscarizable”: una temática ideal, un clima histórico hiper referenciado, actuaciones discretas, con el plus del regreso de Liv Ullmann, y un clima solemne y grave para retratar una historia que a Hollywood le debería gustar mucho.
Obra plena de ideas, ingenio visual, intensidad y punzante humor negro Dejemos las cosas en claro: “Relatos salvajes”, mal que les pese a algunos, es una película incapaz de pasar desapercibida, ya sea para el espectador menos cinéfilo o para el crítico más despistado. La realización de Damián Szifrón resulta provocadora y audaz dentro de un panorama del cine argentino al que le cuesta mechar lo artístico con lo comercial. Juan José Campanella con “El secreto de sus ojos” (2009) y Fabián Bielinsky con “Nueve reinas” (2000) son dos buenos exponentes de los últimos 15 años que han logrado convocar masivamente al público argentino a través de obras artísticamente notables, y con el respaldo de una maquinaria marketinera bastante aceitada. Si en ”Historias mínimas” (2002) Carlos Sorín se ocupaba de lo cotidiano de una manera voyeurista, y si en “Historias extraordinarias” (2008) Mariano Llinás arremetía con una maquinaria narrativa imparable, en “Relatos salvajes” Szifrón levanta la apuesta y mezcla lo cotidiano con una carga masiva de violencia a través de episodios llenos de ideas grandilocuentes y de impacto visual fascinante. Sin dudas, “Relatos salvajes” viene a reconfirmar lo que ya sabíamos: Szifrón es un narrador nato (inclusive lo demostró en la conferencia de prensa que brindó en el Festival de Cannes). Se sabe que tiene un enorme control de los recursos cinematográficos. Es un metodista del cine, domina el lenguaje con mucha perfección (y exceso) demostrando ser un director muy cinéfilo. Él mismo, en aquella conferencia de prensa, confesó la importancia de nutrirse de otros directores a los que admira. Y en esa cocketelera se pueden encontrar marcas autorales de tipos como Martin Scorsese, Quentin Tarantino, Robert Altman, Alfred Hitchcock e inclusive James Cameron, ya que en uno de los episodios (el más hilarante, el del casamiento) hay una escena releída de (la gran) “Titanic” (1997), pero con una mirada más corrosiva y menos naif que la de Cameron. También es necesario remarcar que esa solidez narrativa que tiene “Relatos salvajes” está sustentada por las enormes actuaciones de un conjunto de actores de lujo. Porque, como todo buen equipo de fútbol, el plantel de “Relatos salvajes” está compuesto por un mix de actores jóvenes y otros más veteranos, y ese equilibrio generacional facilita los resultados. Pero claro, a ello podemos sumar la musicalización de Gustavo Santaolalla que por momentos resulta tan precisa que suma climas y sensaciones a lo que vemos en pantalla. Es que, tal como ha demostrado en su trabajo televisivo, Szifrón tiene un absoluto manejo y control de lo que hace. De los 6 episodios ("Pesternak", "Las ratas", "El más fuerte", "Bombita", "La propuesta" y "Hasta que la muerte nos separe") que conforman “Relatos salvajes”, preferimos no adelantar nada en lo argumental. Sí, en cambio, adelantamos que estos pequeños relatos que no tienen ningún tipo de conexión narrativa, pero sí temática: son negros, negrísimos. Porque colocan a personas comunes y corrientes en situaciones, que por diferentes motivos, irán desatando una furia y una violencia incontenible con desenlaces que traspasan cualquier límite moral y ético. Está claro que Szifrón, en estos nueve años sin estrenar ninguna película, fue al hueso de situaciones cotidianas y las convirtió en algo extraordinario jugando con la fantasía de volcar esas salvajes reacciones. Porque, al fin y al cabo, “Relatos salvajes” es eso: un tour de force, una catarsis y un grito aturdido sobre injusticias, instituciones burócratas y corruptas, entre otras cosas. Y Szifrón, como buen animal de cine qué es (por algo en la secuencia de títulos intercala los nombres de los créditos de la película con fotos de animales hóstiles y para sí mismo eligió un zorro...), juega con su chiche preferido (el cine) para reflejar esa violencia incontenible que cada ser humano tiene en su propia naturaleza. Pero prefiero dejar de lado “la polémica ideológica” que despertó la película, mi decisión es de disfrutarla y apreciarla por su valor artístico, ya que está claro que Szifrón no tiene la intención de resolver los problemas del Mundo tal como lo hacen los personajes de su obra. Por último, “Relatos salvajes” es una olla a presión que explota llena de ideas corrosivas, de ingenio visual, de intensidad frenética que por momentos cede dejando lugar a un tipo de humor bien punzante atrapado dentro de una solidez narrativa atípica para lo que es el cine argentino.
La secuencia inicial de títulos de “Tras la puerta” pone de relieve los defectos que aparecerán en los siguientes 95 minutos de proyección. A modo de adelanto, ahí mismo observamos el espíritu de telefilm que István Szabó le estampó a su última película que, dicho sea de paso, llega a la cartelera argentina con dos años de retraso. “Tras la puerta” narra la historia de Emerenc, una empleada doméstica con-cara-de-sufrida (Helen Mirren), y la relación que entabla con Magda (Martina Gedeck), una mujer más joven, que requiere de los servicios de aquella para dedicar su tiempo a la escritura de novelas. La realización hace foco en este rebuscado vínculo revelando secretos del pasado, obsesiones y mentiras. En medio de todo esto aparecen flashbacks explicativos dentro del contexto de la Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias. Y es aquí donde surgen los problemas de la narración porque Szabó se vale de metáforas bastante torpes con las que intentan explicar los padecimientos del personaje central de esta historia. Gatos encerrados como alegoría de los judíos que se escondían en época de persecuciones, y tormentas de viento y lluvia que simbolizan “los tormentos del alma” de la protagonista. Sí, así de obvio e infantiloide. Indudablemente, esta utilización de recursos tan básica responde a un tipo de cine que a estas alturas casi se lo puede catalogar cómo un género: cine europeo, también denominado por los críticos franceses del “Cahiers du cinema” como cine de qualité, en el que nunca se rompe ese molde tradicional que está constituido por pautas implícitas que nadie puede quebrantar. Sobra pomposidad, prolijidad y academicismo, se recrean mundos cerrados, tapiados de fórmulas, de juegos de palabras y de máximas, como gritaba Truffaut a mediados de los ‘50. Está claro que la filmografía de István Szabó está conformada por un cine que posee todos estos elementos. El director húngaro no cambia su esquema y sus películas parecen de otra época. La redundante utilización de la música en pos de resaltar monstruosamente el sentido trágico o sensible, la utilización de flashbacks “reveladores”, y las simbologías ya mencionadas, hacen de “Tras la puerta” una producción anticuada, con olor a ensayo y poco aire de verdadero cine.
¿Qué le pasó a George Clooney? Cuesta creer que sea el mismo director de “Buenas noches, y buena suerte” (2005) y de una película tan mediocre como “Operación monumento”. “Buenas noches, y buena suerte” era una producción valiente, veloz, crítica y política. Combinaba ficción y material de archivo, esbozando una astuta mirada sobre una época con ecos de tiempos actuales. En cambio, “Operación Monumento” es chata, por momentos aburrida, y parece hecha en piloto automático. Protagonizada por un grupo de grandes actores (Cate Blanchet, el mismo George Clooney, Matt Damon y John Goodman), la última de Clooney narra la historia poco conocida de un grupo de académicos provenientes del mundo del arte (curadores, historiadores y arquitectos) que tenían la misión de rastrear y recuperar las obras de arte de las que los nazis iban apropiándose y destruyendo mientras emprendían su retirada ante el inminente final de la Segunda Guerra Mundial. Se trata de una producción desequilibrada (y no en el sentido de alocada), y esto tiene que ver con el tono del relato. Ese péndulo en el que se bambolea entre la comedia y el drama le juega en contra. Hace que resulte fría y caprichosa, y si no comparémosla con “Bastardos sin gloria” (2009) que dosificaba a la perfección el tono de lo que se estaba contando. Porque al fin y al cabo no está mal que Clooney haya elegido esa mirada para narrar esta historia, el problema es cómo la llevó adelante. El ejemplo más claro es la subrayada musicalización que nos dice en qué momentos tenemos que reírnos y en cuáles preocuparnos ante alguna amenaza sufrida por los soldados. “Operación monumento” tiene flaquezas de climas y tensiones, y una notoria ausencia de conflictos que sacuda la inquietud del espectador, a pesar de desarrollar una historia fascinante. Además, la construcción de los personajes que conforman esta misión no posee el interés ni el carisma necesario como para que uno sienta cercanía con lo que van experimentando. Si Clooney creyó que reuniendo un elenco de grandes actores iba a funcionar por sí sólo, se equivocó feo. Esta obra no juega como las tres ”Gran estafa” (“Ocean´s eleven”, 2001, 2004 y 2007) en las que hay un espíritu lúdico y guiños que sí trascienden al espectador. Otro punto débil es el tono discursivo con que el personaje de Clooney se encarga de remarcar de forma redundante, con un estilo similar al de un manual escolar, la importancia de la conservación y el rescate de obras de arte en la historia de la humanidad. Sin dudas, en “Operación monumento" hay una sensación de película desperdiciada. Muchas decisiones equivocadas. Un camino demasiado lineal para contar una historia intrigante que posee connotaciones similares a “Bastardos sin gloria” y “Argo” (2012), en las que sí se comprobaba que el arte es capaz de demostrar cómo se convierte en una herramienta poderosísima y universal, donde lo épico tiene su espacio para modificar el transcurso de la historia.
No hay vuelta que darle, “Escándalo americano” me defraudó. Cuando en esta época del año (temporada de premios en Hollywood) llegan las producciones con nominaciones al Oscar uno tiene cierta expectativa de que algo bueno pueda pasar. Aunque Truffaut decía que todas las películas nacen iguales, asistí a ver “Escándalo americano” con el pálpito que por elenco, director (en ascenso) y las notorias repercusiones en la previa al Oscar, podía ser una realización más que atractiva, que en cierta forma lo es, pero que pierde en emoción al esforzarse en aparentar lo que no es. Pasemos al argumento: ambientada en los ’70, la obra de David O. Russell se inspira en la operación Abscam (organizada por el FBI) que muestra a una serie de estafadores de poca monta como Irving (Christian Bale) y a su amante Edith (Amy Adams), quienes son obligados a trabajar para Richie DiMaso (Bradley Cooper), un agente del FBI que busca emboscar a políticos coimeros que acceden a la instalación de un casino en Nueva York. A estos personajes se le suma el que está interpretado por Jennifer Lawrence (Rosalyn), la neurótica esposa del personaje de Bale, y Jeremy Renner como el honesto alcalde Carmine Polito. En “Escándalo americano” abundan las pelucas. Supongo que no hay en el mundo cosa más artificial que una peluca. Ya sea por el aspecto estético o por su naturaleza carente de autenticidad. La peluca es tramposa, es postiza. Disfraza y tramposea. Es puro artificio, algo que no es, pero que pretende serlo. Juega con una pose e intenta mostrar una cosa que en su esencia no lo es. Simula y se convierte en una caricatura de lo que desea representar. Algo así como lo que me provoca una peluca postiza es lo que me pasa con esta producción. Aparenta una intensidad y un espíritu poco genuino. Despliega un universo demasiado exagerado, grotesco y forzado que, paradójicamente, genera escasa identificación con lo que le sucede a los personajes centrales. No hay tensión. A la realización le falta fibra. Mucha pose, mucho disfraz que tiende a disminuir las emociones del relato y aplaca la efervescencia que, por momentos, alcanzan la manga de estafadores. Está claro que Russell no es Scorsese. Si la película tiene cierto atractivo lo es gracias al trío compuesto por Lawrence, Adams y Bale. Sin embargo, esa cámara innecesariamente inquieta, la musicalización demasiado extradiegética, y esa caricaturesca representación de época, atentan contra la sensación de vértigo que Russell pretende imprimirle a su obra. Paradójico, pero real.