Sí. David O. Russell, el nuevo niño mimado de Hollywood, parece haber encontrado la fórmula perfecta para su cine. Deudor -más en forma que en fondo- de la obra de Scorsese (de hecho está recibiendo más reconocimiento por parte de la industria que el que tuvo el director ítalo estadounidense habiendo dirigido la misma cantidad de películas hasta finales de los 70’s), lo de Russell es un camino de retorno del mundo del viejo Marty. No es casual que, paralelo a que Hollywood celebre que el realizador de El Lobo de Wall Street se tome a su propia obra con sentido del humor, Russell sea solemne y se incline por una moral más conservadora y tradicionalista, como contracaras de una forma de concebir el cine.
Boggie Nights (de P.T. Anderson, otro admirador de Scorsese a quien volveremos convenientemente) y Casino tienen algo en común con Escándalo Americano: la idea de que antes del mundo de los negocios y la moral protestante del conservadurismo de los 80’s todavía podía encontrarse una ética mucho más importante que la moral. Y que valía la pena luchar por esa ética. Pero mientras Anderson y Scorsese siempre defendieron la amoralidad de personajes antisociales, refractarios de las leyes y las normas, en Russell esto termina siendo una inversión, un camino hacia la redención.
Esto sucede porque el desenlace nos sorprende un poco (no del todo pero sí un poco: la película está plagada de avisos sobre su moral con respecto a “ser auténtico”), porque esperábamos que Escándalo Americano fuera el Gran Escándalo Americano, y terminamos recibiendo una lección de decoro, integridad y honestidad, a manos de estafadores que construyeron su vida alrededor del delito y las falsificaciones y que, súbitamente, nos regalan el deus ex machina de la lección final.
Y es que ahí donde Scorsese se erige como un cínico pero en el fondo humanista, Russell se alza como el gran abogador de la moral y la familia.
Ahora bien. Aunque no sea oro, Escándalo Americano brilla.
Russell, como lo hiciera Paul Thomas Anderson en The Master, construye una historia de mujeres fuertes y dominantes.
Por un lado, con el personaje de Amy Adams (no casualmente presente en ambas películas) como una fémina más poderosa y hábil que cualquiera de los hombres a su alrededor. Adams (Sidney) es el alma mater, la diosa madre en cuerpo y mente, la deidad de la fertilidad (fertilidad sin hijos, pequeña ironía) incluso retratada como tal, desde la vestimenta, el pelo, lo corporal, lo gestual. Ella es la mujer con el plan (aunque ese plan no resulte, finalmente, demasiado tentador).
La otra presencia femenina, Jennifer Lawrence (Rosalyn). En el medio, Christian Bale (Irving), el estafador, el conman, que se había enamorado de una años atrás (la mujer fértil, la de la familia y los hijos) y que ahora se enamora de la otra (quien promete fertilidad y terminará asegurando la familia siempre buscada), pero necesita de ambas, como si la película nos situara en esa falsa indefinición, falsa porque en definitiva la elección siempre será la de la sagrada familia como bien supremo a consagrar.
Rosalyn es una princesa, con una cuota de depresión que él confundió con misterio -que se compra el esmalte en Suiza, ese esmalte dulce y agrio, al que él vuelve una y otra vez- cuyo hobbie actual es redecorar la casa, cambiar muebles, casi a modo de ejercicio físico. Es la “Picasso del karate pasivo agresivo”, y ella sabe cómo retener a Irving, menos por amor genuino que por una historia compartida, por haber estado enamorados en algún momento, por ser la madre de su hijo adoptivo, por seguir sabiendo cómo erotizarlo, a pesar de saberse una carga en su vida. La fertilidad, como dije, el elemento fundamental de la fundación de lo familiar.
En cambio, Sidney es una luchadora. Irving supo, desde el instante en que la vio en aquella fiesta (donde la cámara la va tomando lentamente desde atrás, y mientras da vuelta la cabeza, con esos ojos entre pícaros y con una expresión de quien quiere todo de este mundo, con la boca entreabierta, que desnuda una sonrisa tímida, cargada de sensualidad irresistible, vestida con una malla tejida y un saco, destacándose por encima del resto), que ella venía de abajo, de la calle, que había tenido que pelearla y que la tenía que seguir peleando, que nadie le había regalado nada, con una pulsera de Duke Ellington a quien amaba, en parte, porque le había salvado la vida varias veces.
Rosalyn es la bestialidad, es la atadura al pasado. Sidney es la planificadora, la mujer que es futuro, la belleza que encandila por la belleza innata y por lo que hay detrás, pero más que nada, la partner in crime de ese hombre que no está en buen estado físico, con panza prominente, una calvicie que intenta ocultar con una especie de peluquín hecho con su propio pelo, pero con una confianza en sí mismo que la enamora inmediatamente.
Si Bonny y Clyde eran almas gemelas criminales perfectamente complementarias es porque dedicaban su vida al crimen, a la estafa como una de las bellas artes, como una forma de mandar a la mierda los códigos de la sociedad y la época que los rodeaba (o la que estaba por venir).
Frente a ese monstruo hermoso de dos cabezas irrumpe la presencia de Bradley Cooper (Richie) como agente del FBI (no casualmente quien pretende reinstalar la ley en una pareja de amorales). Pero la segunda irrupción de la norma es más solapada: llega con Jeremy Renner (el alcalde Carmine Polito), quien carga con los valores más conservadores y tradicionales de la película al ser algo así como la epítome de la familia y la moral cristiana, haciéndolo todo por la comunidad.
El final de Escándalo Americano es el de la norma que se impone y doblega a la amoralidad con la que la película había iniciado. Por eso nuestra gran heroína ahora anhela tener una familia, vender cuadros originales, e ir a buscar a su hijo (no propio) al colegio, con el viejo estafador, ahora un hombre hecho y derecho.
Lo que en las formas resulta scorseseano, en el fondo es un acto de cobardía: así como no carga con la iconografía del sacrificio, Russell igual regala redención a un módico precio. Para ser seguir siendo el niño mimado de Hollywood no se puede ser cínico, amoral, y cagarse en todo.
Recordemos que todo aquel que duerme con niños, definitivamente se despertará mojado.