Un cuento moral que seduce… pero no enamora
David O. Russell se ha convertido sobre todo en los últimos dos años en el gran mimado de la Academia de Hollywood y de los críticos estadounidenses con una propuesta y un estilo que pueden considerarse como herederos de Martin Scorsese y Paul Thomas Anderson. Estamos, sin dudas, ante un narrador ingenioso, punzante, cool, con una gran destreza narrativa para articular las múltiples aristas de sus historias, trabajadas siempre de la mano de actores seductores e “intensos”, pero que para mi gusto no llega a concretar ese gran cine que tantos colegas norteamericanos aclaman (el film promedia ¡90/100! en Metacritic).
En la misma senda que Buenos muchachos, Casino y Boogie Nights (y con ecos del clasicismo de Raoul Walsh y Preston Sturges), Escándalo americano se propone como un relato moral, una mirada descarnada sobre las relaciones peligrosas entre la mafia y la política, sobre la hipocresía, la corrupción, la impunidad y la doble moral de la sociedad estadounidense, sobre el surgimiento de los nuevos ricos, sobre la contracara de esa "tierra de oportunidades", de ascenso social, pero también de supervivencia del más apto en un mundo dominado por una creciente violencia y traiciones cruzadas.
No vale la pena adelantar demasiado del argumento, que arranca en el mítico Hotel Plaza frente al Central Park neoyorquino en abril de 1978 (otro realizador de moda fascinado por los años '70), pero Escándalo americano tiene que ver con mega emprendimientos inmobiliarios en Atlantic City, operaciones encubiertas del FBI, políticos populistas en actividades non sanctas, fraudes financieros, mujeres que están siempre en segundo plano pero terminan dominando a los hombres, gangsters de poca y no tan poca monta, y hasta falsos jeques árabes.
Escándalo americano es un film sobre la puesta en escena, pero no tanto sobre la puesta en escena del cine sino sobre las estrategias que montan los propios personajes en sus múltiples engaños (hay algo, lejano, de Nueve Reinas en el procedimiento). Estamos frente a una película sobre el artificio, sobre el tráfico de influencias, sobre la manipulación para ganarse la confianza y aprovecharse luego de la misma para concretar diversas estafas, sobre las falsas lealtades, las alianzas por conveniencia que todos saben -o al menos intuyen- se pueden resquebrajar en cualquier momento.
Más allá del innegable talento del director de Tres reyes, El ganador y El lado luminoso de la vida hay algo demasiado cínico, caprichoso y canchero en su ambiciosa acumulación de capas, de saltos temporales, de diferentes narraciones en off, de ese universo de música disco, Duke Ellington y Paul McCartney, en sus personajes masculinos -británicos, italianos y judíos- sobreactuados y no del todo verosímiles (Amy Adams y Jennifer Lawrence están mucho mejor que Christian Bale y Bradley Cooper).
El film tiene, además, bastante de ese cálculo, de esos guiños “para ganar el Oscar”: que Christian Bale haya tenido que subir 20 kilos para su personaje y así pueda mostrar su generosa panza en pantalla, que Jennifer Lawrence tenga su momento a pura pose erótica y su pasaje musical (canta Live and Let Die), y así…
La película, quedó dicho, es bastante fluida, se sigue con interés, tiene unos cuantos pasajes imponentes y se sumerge con gracia en el espíritu de época setentista, pero también deja la sensación de quedarse por momento a mitad de camino entre el drama familiar, la tragicomedia de época, la denuncia económica y política, el thriller psicológico y el film-noir. Es un film con ínfulas y astucia, es cierto, pero con esos atributos no alcanza para convertirla en una obra maestra sino “apenas” en una buena (o muy buena) película.