Cuesta entrar al pequeño mundo de época que elabora David O. Russell; cuesta por la exageración de las actuaciones, de la puesta en escena, incluso del vestuario y del uso de la banda de sonido. El director opta siempre por el grotesco, por el detalle que busca impactar a cualquier precio. Así, la película empieza con la imagen del protagonista peinándose y armándose un improvisado peluquín, continúa con planos reiterados del súper escote de Amy Adams y alterna todo eso con una mezcla de diálogos capaces de soportar un frío lenguaje de negocios y estafas tanto como las frases altisonantes acerca de lo que hacemos y quiénes somos. Escándalo americano es desordenada, despareja y no conoce de sutilezas; en principio, la película se presenta como una especie de topadora que le pasa por encima a los ojos del público con sus ropas chillonas de fines de los 70 y con sus planos estilizados, pero por momentos ese ir al choque permanentemente pareciera funcionar como una coartada que viene a encubrir la falta de un relato sólido con personajes más o menos creíbles. No es casual que la película se concentre en el personaje de Jennifer Lawrence y deje progresivamente de lado al de Jeremy Renner: mientras que la primera es una madre insoportable, gritona y mentirosa que no duda en extorsionar a su marido o en justificar una golpiza que por culpa suya recibe él, el segundo es un alcalde contenido, seguro de sí mismo y de sus buenas intenciones, de un nivel de autenticidad y una pasión extraños al retrato habitual que el cine suele reservarle a los políticos. Quisiéramos conocer más al político compuesto por Renner (que demuestra nuevamente por qué es un gran actor) y mucho menos a la madre trepadora, al borde del divorcio, que encarna sin delicadezas Lawrence, pero a los fines de impresionar al espectador Russell elige todo el tiempo el retazo de grosería, de miseria, casi de amarillismo que le provee mejor la burda criatura encarnada por Lawrence (por eso es que el “escándalo” del título local se adecua perfectamente, si no a la trama -porque el escándalo, en rigor, aparece recién al final- al menos al tono en general).
De Niro aparece haciendo de taquito a un mafioso (se lo puede ver en un rol similar en Familia peligrosa, que se estrenó hace un par de semanas) y se extraña la densidad que aportaba al padre consumido por las cábalas en El lado luminoso de la vida. En realidad, también Lawrence y Bradley Cooper estaban mucho mejor en la película anterior del director. En cambio, en Escándalo americano, Cooper cede a la agitación y la ambición de su personaje y la actuación resulta imposible: sus estallidos intentan construir comedia y drama alternativamente, pero la mayoría de las veces solo consiguen romper el débil verosímil que había levantado la película. En vez de las familias turbulentas que se armaban y sostenían como podían de El luchador y El lado luminoso de la vida, acá hay un triángulo amoroso y dos familias (la del personaje de Christian Bale y de Cooper) que quedan misteriosamente opacadas, al menos hasta que Lawrence se ocupa de hacerse un lugar a los codazos tanto en la trama como en la vida de su esposo. A golpe de vista podrían trazarse paralelos con El lobo de Wall Street, en el sentido de que Escándalo americano también es una película de época sobre estafadores y, en cierta medida, un relato de ascenso y caída. Pero donde Scorsese filmaba la plenitud y el descontrol sin límites de su banda de delincuentes financieros, Russell no encuentra otra cosa que pequeñas miserias cotidianas que raramente pueden confundirse con la felicidad, como las peleas familiares que entablan frente a su hijito el matrimonio de Bale-Lawrence. Sin embargo, las dos se diferencias, entre muchas otras cosas, por el destino final que le prodigan a sus personajes: en el caso de Russell, el suyo será notoriamente positivo, un happy ending con todas las letras que nadie habría adivinado. Ese final amable funciona además como un bálsamo después de todas las inseguridades y peligros que deben atravesar los protagonistas, como si el director quisiera, a la manera de El lado luminoso de la vida, ofrecerles un futuro seguro, aunque forzado (por improbable), a sus criaturas. En ese final, donde mal que mal todos (o casi todos) encuentran su lugar definitivo en el mundo, Russell parece un director un poco más maduro, menos cínico, un misántropo indeciso con más corazón que odio que olvida por un rato su gusto por la exageración.