La mentira aceptada si no lastima
La sobrevalorada El lado luminoso de la vida hacía temer suerte fílmica con su director, David O. Russell. Aquella película pendular, que oscilaba entre una mirada lúgubre para derivar en comedia de situaciones con piezas de fácil encastre, podría ser vista a la distancia como manera de amalgamar un cariz ácido con intención de película para toda edad. Nadie sale afectado luego de un film semejante. Pero con Escándalo americano no pasa lo mismo. La comedia, o cierto grotesco, la atraviesa de inicio a fin, y si bien puede lánguidamente evocar el film previo, lo que hace es agudizar una propuesta.
El inicio mismo es lugar de síntesis para el derrotero a seguir, con la cabeza calva de Christian Bale con el pelo que le queda diligentemente distribuido. La calvicie disimulada dará pie a una sucesión escalonada de disfraces. Nadie nunca será lo que diga ser, en una trama que, más allá de la referencia verídica que la articula, es puesta en escena sobre lo aparente, sobre lo falso, sobre lo cierto.
Bale (brillante, mejor que nunca, también muy gordo) es aquí un timador de poca monta, o por lo menos de fraudes calculados. Sabe hasta dónde puede llegar. Encuentra, como pareja dúctil en la faena, a la bella Sidney (Amy Adams). La elección es también bifurcación mayor. Si Irving (Bale) tiene una esposa loca (Jennifer Lawrence), la pregunta por lo que esconde no sólo cabrá a Sidney, sino que adquirirá ramificaciones con la aparición de Richie (Bradley Cooper), un agente del FBI que está, cuanto menos, también loco.
El nudo aparece desde la intención de Richie de hacerse con las habilidades de la pareja engatusadora. Utilizarles para pescar peces gordos, cada vez más gordos. Lo que establecerá un juego de gato y ratón donde, cuidado, a no confiar nunca en nadie. Entre ellos, aparecerá el rey del tablero, el alcalde (Jeremy Renner), también con un look capilar que es más que un símbolo de época, la de los '70. Es que el pelo hace de las suyas en esta película, en donde el mismo "afro" es simulado por el agente federal, quien pretende saber bailar como Travolta en Fiebre de sábado por la noche.
Lo que se entreteje es una trama de engaños, sin intención de trampear tontamente al espectador, sino en hacerlo partícipe de algo que va más allá del juego de simulaciones, y que tiene que ver con una manera de entender las relaciones, afectivas o políticas, lo mismo da. Lo curioso es cómo se perfilan justificaciones morales, alianzas de palabra, pactos sinceros, cuando la base que da cimiento refiere precisamente a su opuesto.
Escándalo americano se detiene en esa línea difusa, nunca demasiado clara, como lazo que parece, de una u otra manera, necesario. El problema es cuando la mentira afecta, si provoca algún daño, mientras esto no suceda nadie tiene por qué -ni tampoco desear- desocultar lo que es. Cuando ello sucede, los gestos de comedia se desvanecen.