Cansados de fingir
Gran comedia sobre perdedores que quieren reinventarse.
Ese mismo 1978 en que transcurre Escándalo americano, cantaba The Police (segundo tema del lado 2 de Outlandos d’Amour) aquello de que Truth hits everybody, truth hits everyone . La verdad golpea a todos, a cada uno. A los personajes de David O. Russell, siempre, pero siempre, los hace reaccionar. Y no fingir más. Darse cuenta de algo, algo que les pasa, o de cómo son, los lleva a reinventarse. A no estar conformes con cómo son, o eran. Por más duro que sea, son valientes. Enfrentan la realidad. Y van más allá. Mucho más allá.
Escándalo americano no trata sobre cómo, basado en un hecho real, un agente del FBI utiliza a dos estafadores para apresar peces más gordos. Eso es una anécdota, a Russell le interesan Irv y Sdney. Y lo dice y se los hace decir a los protagonistas, hablando en primera persona, un recurso más literario que cinematográfico, pero que no le quita ni un ápice de vibración al relato. Irv se da cuenta de que con Sidney, su amante y socia en el crimen, puede mostrase sin ningún tipo de vergüenza. Y Sidney necesitaba después de unos cuántos golpes, ser otra.
Hay momentos, frases que pintan a la gente. Irv advierte qué tipo de mujer es Sydney por cómo ella entendía a Duke Ellington. Sydney se da cuenta de que adora a ese hombre gordo, calvo y decidido. Eso, ese combo, la sedujo.
Alrededor de estos dos estafadores, que engañaban a incautos haciéndoles creer que por 5.000 dólares les conseguirían un préstamo de 50.000, Russell va creando personajes nada más que lo necesariamente ingenuos para que sean los resortes, más que nada de Irv. Son su esposa Rosalyn (una Jennifer Lawrence que se merece el Oscar sólo por su versión de Vivir y dejar morir), y el alcalde de Camden, Nueva Jersey (Jeremy Renner), a quien Irv debe hacer pisar el palito para no terminar él en la cárcel.
Es muy difícil conseguir mantener la tensión, el hijo de cualquier relato en más de dos, tres escenas continuas. Y Russell lo logra. Supo de entrada ir y venir en el tiempo, compartir guiños con el espectador atento -o que ya pasó los 40-, darles líneas de diálogos ingeniosas pero reales, convincentes, meter una sorpresa y más que nada, hacer queribles a Irv y a Sydney. Ese es su mayor logro y que redunda en beneficio propio, para el filme, y para el público.
Si Russell, además de un guionista que sabe crear personajes -esto es: hacer que lo que hagan y digan nos resuene en algún lugar de nuestro ser, sea la conciencia o el corazón-, es un eximio director de intérpretes. Vayan a encontrar a Christian Bale haciendo un papel como éste en su extensa filmografía. O a Amy Adams. Y qué nos importa si Lawrence a sus 23, debería dar mayor en su papel, si lo que consigue cada vez que aparece en cámara es devorarse con empatía nuestra voluntad. Tal vez Bradley Cooper sea el que más tics de comediante reitera.
Los personajes del cine de Russell -el boxeador y el hermano de El ganador; el marido engañado y la viuda joven de El lado luminoso de la vida- sufren. Pero se levantan. Lejos de ser parásitos depresivos, se conciben de nuevo, se reinventan. Después de todo, ya lo bramaba Tina Turner. Quién necesita un corazón, cuando un corazón puede ser roto.