El diálogo muerto
Parece que alrededor del mundo hay más de diez mil escape rooms, PYME de moda; habitaciones con acertijos y diferentes puzzles y enigmas que un grupo de jugadores tiene que resolver en un tiempo máximo determinado (generalmente una hora), para poder salir ganador de un encierro ficticio. Tanto la dinámica del juego como de la película que nos ocupa -dirigida por Adam Robitel- remiten, entre otras cosas, a Saw (2004) de James Wan, donde un asesino moralista y resentido llamado justamente Jigsaw (Rompecabezas), encerraba a supuestos miserables en un cuarto lleno de trampas mortales y les daba unos minutos para zafarla.
La película de Wan, que fue una de las más taquilleras del terror mainstream de la década pasada y una marca de agua de la porno tortura soft que tuvo su mini moda en esos años, fue escrita por Leigh Whannell, también guionista de la saga Insidious, serial del que Adam Robitel dirigió la floja cuarta parte, Insidious: The Last Key (2018). Las similitudes con Saw -con la venia de Whannell o no- son obvias e incluso se incrementan en el final. Pero hay parecidos aún mayores con Cube (1997), donde un grupo de seis personas tenían que escapar de un cubo gigante lleno de habitaciones mortales. Porque aunque la película de Robitel se llame Escape Room, en singular, sus también seis protagonistas no tratan de escapar de una habitación sino de varias.
Entre los seis protagonistas hay diferentes estereotipos (el gamer, la nerd, el loser, el ambicioso); muñecos vacíos que podrían formar parte de un relato de post-terror como el de la inagotable Cabin in the Woods (2011), pero que acá parece que hay que tomarlos en serio. Mediante una invitación plagiada de la caja puzzle de Hellraiser (1987), el grupo llega a la cita de juegos. Por desgracia el único eco de la obra maestra de Barker es la caja de Lemarchand, el resto es terror mainstream para nenes de mamá sin nada cojonudo para decir. La estética es más genérica que de género y remite más a Final Destination (2000) que a la mencionada Cube.
Lo que mejor podría transmitir una película como Escape Room es la claustrofobia. Y al principio lo hace. El problema es que esa tensión que genera se diluye después del escape de la primera habitación. Como decíamos, los cuartos son varios y remiten a diferentes traumas de los personajes, que van pasando, como pueden, a través de un camino diseñado por los malos, en este caso, los voyeurs. ¿Nosotros? Puede ser, pero sobre todo los poderosos que pagan fortunas para ver palmar a los traumados; tal como en Hostel (2005), aunque ahí tenían una participación más activa, o como los Dioses hambrientos de mito de la mencionada Cabin in the Woods, que -obviamente- juega en otra liga. Escape Room parece querer dialogar con todos los de la fiesta pero si no hay nada para decir, a veces es mejor quedarse en el molde.