Escape Room: Sin salida es una de esas películas que se han visto muchas veces antes. No porque se trate de una franquicia o un reboot, sino porque su premisa es cualquier cosa menos novedosa. Lo que no sería necesariamente malo: es sabido que si hay algo que escasea en el cine de Hollywood contemporáneo son justamente las ideas. El problema es que su trajinar por lugares archiconocidos tiene un automatismo y una falta de vuelo notables, como si se tratara de una película hecha a reglamento.
La historia, se dijo, remite a otras tantas, desde la de El cubo hasta las de El juego del miedo y Hostel: seis desconocidos fácilmente encuadrables en arquetipos (el nerd, la chica tímida, el empleado pobretón con aspiraciones de crecer, un empresario millonario y sigue la lista) reciben un misterioso paquete citándolos en una oficina para vivir una experiencia que los aleje del tedio de la rutina. Sin saber muy bien de qué se trata, los seis acuden y, charla va, charla viene, descubren que el picaporte para salir no anda. Primer indicio de que las cosas no son exactamente como les prometieron.
De allí en adelante, el film de Adam Robitel irá mostrando cómo uno a uno irán cayendo ante las trampas –ninguna muy original– ubicadas en las distintas habitaciones del recorrido. La falta de empatía de los protagonistas y la previsibilidad de los mecanismos vuelven al asunto poco más que un acto burocrático, haciendo que importe poco quién sobrevive y quién no. El resultado es un juego donde nadie se divierte. Ni siquiera el espectador.