Deudora del sadismo de la saga de Juego del miedo, pero sin las toneladas de sangre propia del gore, Escape Room: Sin Salida comienza por el final. Un jugador desesperado intenta descifrar un código para escapar de un salón victoriano que resulta ser una trampa mortal. De allí vamos hacia el pasado y a los engranajes del juego, que sin ser deslumbrantes resultan tener algo de ingenio en el diseño de arte.
Seis personajes distintos, fruto de algún cóctel de arquetipos, resuelven el acertijo de una misteriosa caja y asisten, invitación en mano, al elegante edificio que resulta ser la entrada hacia su irremediable destino. Adam Robitel, quien ya había incursionado en el género en La noche del demonio: La última llave, ambienta con corrección la tensión previa al comienzo del juego, trasciende las pobres actuaciones, y elige una puesta canchera y nada pretenciosa para darle a la película una pátina de secreto humor negro.
Sin embargo, a medida que avanzan los peligros en las habitaciones, los hilos que conectan a los personajes se hacen gruesos y sobreexplicados. Robitel parece lidiar con un guion que se inunda de forzadas vueltas de tuerca, de soliloquios culposos, de intentos de ser más sagaz que cualquier fórmula. Los mejores momentos resultan ser los más alucinados, aquellos en los que el humor asoma aunque sea de manera involuntaria.