En Munich (Steven Spielberg, 2005), una charla entre un terrorista pro Palestina y un agente encubierto del Mossad daba cuenta de un problema: el eterno círculo de relaciones entre la violencia y la política. Frente a eso, uno de los personajes, el palestino, le indicaba a otro: “ser víctima no te hace mejor que nadie, solo sos víctima“.
1994. Argentina es escenario del ataque terrorista más trágico de su historia: el bombardeo a la AMIA. 85 muertos y centenares de heridos. El director venezolano Joel Novoa Schneider toma como punto de partida dos historias paralelas, en las antípodas (o acaso no tanto) del conflicto, desde el punto de vista del perpetrador y de la víctima: David, un agente del Mossad en Buenos Aires, y Ahmed, un fundamentalista islámico que vive en Caracas. Pero esa relación perpetrador-víctima va a desdibujarse.
Las historias personales de los dos protagonistas y la relación entre ambos son prácticamente el único eje sobre el que se sostiene la película, que se preocupa menos por analizar el contexto político en el que se dan los sucesos que en relatar la historia de los dos hombres. No hay toma de partido ni retratos de los personajes que nos generen empatía por uno o por otro. Los dos son víctimas, nos dice Joel Novoa, del sistema en el que están inmersos, de la historia, del pasado.
Fuera de campo asistimos al atentado a la AMIA y, a partir de allí, cómo el Mossad trata de dar con los perpetradores, a la vez que intenta prevenir el inminente próximo ataque. Pero no hay una verdadera indagación de los hechos, ni conexiones con el poder político, ni con los negociados con empresarios y agentes iraníes que bancaban campañas y apoyaban al entonces presidente de Argentina, o con el tráfico de armas, las amenazas y los testigos silenciados. Nada de eso está presente; todo queda reducido a una suerte de fanatismo religioso de un escueto grupo de fundamentalistas que tan solo portan una bandera de vendetta por horrores pretéritos. Fuera de campo el horror, fuera de campo el debate, la investigación, las pericias.
La historia se construye en un contrapunto entre la tensión y los dilemas personales de uno y el miedo y el horror del otro.
En Buen día, Noche (Marco Bellocchio, 2002) se nos mostraba el proceso de toma de conciencia de qué implica asesinar, qué implica ser víctima y victimario. Un proceso progresivo y complejo. Aquí, en cambio, vemos un proceso de transformación bastante súbito por parte de uno de los personajes. Ahmed vivió su vida esperando “el llamado”, construyendo una suerte de farsa: lo vemos estudiar, recibirse, trabajar, ir a fiestas, conocer a una chica, casarse, tener un hijo, todo con la misma mecanicidad de quien va a la oficina todos los días porque no le queda otra. Él sabe bien que a esta vida hay que transitarla porque no queda otra, siempre a la espera del encuentro con Alá.
Teniendo en cuento esto, resulta raro ser testigos de la toma de conciencia por parte de Ahmed, casi de la noche a la mañana. De golpe, el protagonista se da cuenta de que no está preparado para dar el gran paso, recuerda a su familia, ve a un niño en la calle y ello termina de convencerlo de que debe abortar la misión. Si bien es interesante la humanización de este personaje, en contraposición a sus compañeros fundamentalistas, retratados como máquinas carentes de todo tipo de raciocino, obedeciendo a una orden superior incuestionable, el cambio es demasiado súbito como para resultar creíble.
Punto de giro. Nuestro agente del Mossad se entera de la deserción y empieza a seguir a Ahmed para dar con las verdaderas cabezas de las células terroristas. Y así terminarán casi salvándose mutuamente en una escena final que sorprende por lo torpe, lo simplista y lo sobre explicativa. Todo indicio de resquemor entre ambos, desaparecido por completo, toda amenaza, extinguida para siempre. Como corolario, un plano aéreo horrible, esa toma que arranca en primer plano captando a un niño (hijo de uno de los fundamentalistas que intentaba matar a Ahmed), y se va abriendo para mostrar a su padre y a otro hombre muertos (como alguna vez Ahmed vio al suyo), y al niño que intenta, en vano, revivirlo, a la vez que toma, con firmeza, un cuchillo.
El final, circular, cíclico, intenta vociferar a los cuatros vientos que todo sigue igual, que no hay redención posible, que todos son, en última y primera instancia, víctimas de un esquema de poder que los tiene como meros engranajes. Quizás ahí esté el principal problema de la película: frente a la cadena de violencia interminable adopta la peor estrategia posible, la de despolitizar, la de no preguntarse, en definitiva, qué hay detrás de la violencia. En esa pequeña observación radica el mayor de los problemas que tiene Esclavo de Dios: con salirse del lugar común del maniqueísmo no alcanza.