Guerra no santa
La venezolana Esclavo de Dios (2013), que participó en la Competencia Latinoamericana en el último Festival de Cine de Mar del Plata, se centra en el conflicto religioso de medio oriente pero con bases en Sudamérica. Un thriller de espionaje con un fuerte discurso sobre el fundamentalismo.
Ambientada en Buenos Aires en la década del noventa en medio del atentado a la AMIA, Esclavo de Dios cuenta la historia de un islámico (Mohammed Alkhaldi) destinado a ser hombre-bomba tras un hecho traumático de su infancia. La otra cara del conflicto es David Goldberg (Vando Villamil), un agente judío también con un pasado tormentoso, encargado de desbaratar células terroristas tras el atentado a la Embajada de Israel.
La ópera prima del venezolano Joel Novoa Schneider es un interesante relato que funciona a la manera de un policial, tejiendo tramas que conducen a encrucijadas inexplicables. Ahí en la irracionalidad, entra en juego el discurso religioso y su sed de venganza. Esto es lo más interesante del film, que no anda con vueltas a la hora de mostrar su postura sobre el tema.
La película utiliza distintas temporalidades y parte de la búsqueda policial como recurso. Trabajar desde el género permite una narración siempre ágil y fluida para retratar los acontecimientos y centrarse en las conductas inexplicables que justifican el odio de sus personajes. Justo ahí donde el dilema existencial se hace presente el film recuerda a El paraíso ahora (Padise Now, 2005), otra historia sobre hombres-bomba que se animan a replantear su destino, esta vez producida en medio oriente.
Lo que queda de lado en Esclavo de Dios es el accionar político en este tipo de conflictos, sus intereses y responsabilidades. Un tema tan inexplicable como el fundamentalismo religioso, que también reclama su película.