El amor en tiempos de coca
Un surfista canadiense se enamora de la sobrina de un narcotraficante todopoderoso. Estas son las coordenadas narrativas de un disparate que bien podría haber sido una comedia negra y reaccionaria, un culebrón sociológico, un thriller descabellado clase B, un drama romántico signado por la tragedia e, incluso, hasta un cómic, al menos si uno recuerda que el malvado de la película se llama Pablo Escobar, quien antes de convertirse en el Señor de la Coca intercambiaba revistas del género en la escuela secundaria.
Como sea, Escobar: paraíso perdido es antes que nada un esbozo de tantas cosas que no puede conjurar su caída libre en el ridículo.
Todo empieza en junio de 1991, antes de que Escobar se entregue, después de estar en “guerra” contra el Estado colombiano por un tiempo, a las autoridades de ese gobierno. Es un arreglo entre partes, acaso una derrota política, pero de lo que se trata aquí es de resguardar el poder económico. Es por eso que los hombres de confianza de Escobar serán convocados para esconder sus tesoros, entre ellos el novio de María, sobrina del fundador del cartel de Medellín y, según sus palabras, casi un “hijo”. Tendrá una misión difícil y a Pablo no se le puede fallar, porque todo lo ve (incluso al Altísimo lo vigila cada tanto con un telescopio).
Así arranca Escobar en los primeros minutos y allí regresará en los últimos 30. En el medio, se trata del desarrollo de una historia de amor a primera vista entre matones. Nick ama a María y viceversa, y el dilema dramático pasa por saber si en este contexto particular sobrevivirán. La verdad es que en Escobar... no importan mucho los muertos civiles, la connivencia entre un Estado y un cartel de drogas, y menos aún el rol del comprador fundamental de la producción colombiana de cocaína (Estados Unidos como entidad implicada en la compra brilla por su ausencia).
Es un poco como en Titanic: las muertes de los pasajeros es una anécdota, lo que importa es que un iceberg interfiera con la felicidad de los amantes. La traducción a este contexto es simple: la caída de un narcotraficante apenas es relevante en la medida en que se trate de un obstáculo causal y lógico de esta historia de amor. “Corre, Nick, corre” dice María en el desenlace que tiene lugar en una iglesia.
Si estuviéramos en otro tiempo, un travelling hacia atrás para estetizar una secuencia con tres cuerpos colgando de un árbol –como el que se permite el debutante Andrea Di Stéfano– hubiera sido un escándalo, si es que uno conoce la controversia sobre el famoso “travelling de Kapò” alguna vez planteado por Jacques Rivette. Pero la estetización de la violencia hace tiempo que es nuestra lingua franca. Y este señalamiento tan sólo advierte una cuestión ética de la estética, pues los subrayados formales se multiplican de inicio a fin, como si el filme fuera un adicto full time a todos los lugares comunes con los que se concibe hoy toda puesta en escena en el cine impersonal de la globalización.
Más que un filme sobre Escobar y su tiempo, lo que importa aquí es el “paraíso perdido”, un tópico tan inapropiado en el contexto como el diálogo que sostienen un cura y Escobar, diálogo que pretende poner de manifiesto la megalomanía del narcotraficante. Escobar perderá su “Xanadú” tropical, en donde vivió con los suyos rodeado de animales exóticos y dinosaurios falsos, al igual que Nick y su hermano, el placer de deslizarse en las olas. Todos pierden. Todos.