Una película para quedarse a vivir
El director de la injustamente olvidada Letra y música vuelve ahora su mirada sobre el mundo del cine para crear una comedia romántica sofisticada, inteligente, segura de sí misma y conocedora de la mejor tradición del género.
El proceso creativo detrás de la confección de una película es una buena excusa para reflexionar sobre el paso del tiempo, los sentimientos, la viabilidad de una segunda oportunidad y, sobre todo, el cine. Claro que hay formas y formas: la primera es a la manera de, por ejemplo, Cae la noche en Bucarest, o sea, tirándole por la cabeza al espectador una serie de máximas hipócritamente elegíacas y melancólicas (su lanzamiento en gran parte del mundo fue gracias al digital del que tanto reniega) como para que le quede bien clarito que la disciplina de la pantalla grande ya no es lo que era, que murió con el fílmico. La otra es apropiarse de ese proceso para entenderlo, ejercitarlo, expandirlo, mostrarlo más vivo que nunca. En esa línea se inscribe Escribiendo de amor y sus comentarios sobre sí misma bordados a su premisa argumental con precisión de orfebre, hermanando hipótesis y validación en un plano similar. Si a eso se le suma que es graciosísima sin ser canchera, inocente pero no ingenua, sofisticada, inteligente, segura de sí misma y conocedora de la mejor tradición de la comedia romántica, queda claro que se está ante uno de los mejores exponentes del género de los últimos años, quizás décadas.El título del montón elegido para el lanzamiento local le hace nulos honores al mucho más preciso The Rewrite. Al fin y al cabo, reescribir –su vida y su trabajo– es lo que debe hacer Keith Michaels, enésimo hombre desajustado y algo incómodo de ese especialista del desajuste y la incomodidad que es Hugh Grant. Aquel otrora reputado guionista y ganador de un Oscar devino en el one-hit-wonder que hoy fatiga estudios y oficinas de Hollywood con el único objetivo de recuperar el prestigio, mientras se resiste a escribir la secuela de su único éxito. Una oferta poco tentadora para dar un curso en una facultad pública cercana a Nueva York asoma como refugio mientras pase el temblor creativo. Gran parte de esta información de su situación personal es presentada, como en toda buena película, a través de acciones, pero también mediante el propio universo audiovisual. Que el espectador se entere del pasado familiar de Michaels cuando éste refresque en YouTube el discurso de agradecimiento del premio de la Academia marca que la de Marc Lawrence es mucho más que una película “sobre el cine”: es una hecha por y desde él, que lo usa como principio, medio y fin de la historia convirtiéndolo en elemento constitutivo de los personajes y herramienta fundacional y fundamental para su desarrollo.Ya los dos minutos y medio del videoclip PoP! Goes My Heart (se recomienda fervorosamente su googleo) que servían de apertura para Letra y música mostraban que Lawrence –sin parentesco con su colega Francis ni mucho menos con la actriz Jennifer– es capaz de mimetizarse con estilos y estéticas pasadas, casi caídas en desuso, con un conocimiento inhabitual en los realizadores contemporáneos. Aquí vuelve a despacharse con un ejercicio felizmente demodé, recuperando la inocencia y humanismo perimidos en plena era del espectáculo digital, además del filo, la justeza y la velocidad de los diálogos de la clásica screwball comedy. Ver sino los fogonazos dialécticos dignos de Clark Gable y Claudette Colbert en Lo que sucedió aquella noche entre Michaels y Holly, una alumna entrada en años interpretada por esa estrella que nunca llegó a ser llamada Marisa Tomei, espléndida y rozagante a sus cincuenta años.Estudiante de psicología, madre de dos hijas y con un optimismo a prueba de todo, ella será, claro, el interés romántico de un hombre al que durante casi dos horas le pasan muchas cosas –buenas y malas, felices y no tanto– que lo condicionan, lo marcan, lo conducen. A él y a la película, ya que Lawrence sabe que –como dice Michaels en una de las clases– son ellos, los personajes, los encargados de llevar la trama y no al revés. La presencia de secundarios notables y con vida propia más allá de su carácter funcional (J. K. Simmons merece como mínimo otro Oscar por este jefe de cátedra, veterano de guerra y padre de familia capaz de emocionarse con solo hablar de sus hijas) terminan por convertir a Escribiendo de amor en una de esas películas en las que dan ganas quedarse a vivir.