¿Por qué escribimos?
Hasta el momento Marc Lawrence dirigió cuatro películas, todas protagonizadas por Hugh Grant. Y no sólo eso, las cuatro son -a su manera- comedias románticas con una personalidad absoluta, películas despreocupadas por lo que se consume en el cine del presente y con un clasicismo irredimible en la construcción de personajes y situaciones. Si bien no parece tener mayores virtudes como realizador desde un punto de vista formal, la genialidad del director y guionista está presente en los mundos que genera y en los personajes que los habitan. Esa combinación da por resultado películas de una nobleza poco común y de un cariño total por los personajes, aunque más de una vez puedan estar equivocados. La textura de las películas de Lawrence (las mejores y las peores) son amables, esos universos queribles que se disfrutan sin problemas por parte del espectador. Un film de evidente textura clásica: es que hay mucho de screwball comedy en la forma en que se plantean los diálogos y en cómo sin mayores sobresaltos dramáticos los personajes logran modificar actitudes y tener cambios profundos.
En esa estructura que trabaja el director, la presencia de Grant es fundamental, como en esta Escribiendo de amor, donde el actor aparece en todas las escenas de la película. Su figura le da ese aire de contemporaneidad inevitable para que conectemos emocionalmente con los conflictos del protagonista y para que la película no parezca un ejercicio de reescritura autoconsciente. Grant es un actor dotado para transmitir tanto elegancia como amargura, y esa mixtura de sensaciones encaja perfecto en el espíritu del film: la amargura aligera los excesos melodramáticos, a la vez que el poder de seducción y el carisma permiten ver más allá del cinismo canchero que algunas líneas de diálogo parecen invocar, y en el que el personaje se recuesta para soportar su presente funesto. Es interesante cómo, además, Lawrence lo pone en fricción con un personaje que es su opuesto perfecto (aquí Marisa Tomei, en Letra y música Drew Barrymore), y en ese choque quedan en evidencia las incomodidades de determinadas posturas, y cómo estas pueden no encajar en determinado espacio o lugar.
Sobre reescrituras habla el título original, que tienen tanto que ver con la profesión del protagonista (guionista) como con la metáfora intrínseca al relato, esa de las segundas oportunidades y el modificar la experiencia de vida. Pero también el film parece una reescritura de la citada Letra y música: como en aquella, aquí hay alguien que “disfruta” de un éxito artístico del pasado y que se escuda en el cinismo como forma de subsistencia ante sus reiterados fracasos. Ese diálogo constante que tienen ambas películas es interesante, porque mientras aquella es una comedia romántica hecha y derecha, esta cuenta con elementos románticos pero no necesariamente es una comedia romántica. Sin embargo, esa presencia del amor como un horizonte es lo que mantiene la expectativa del protagonista y de los espectadores, presos de ciertos códigos cinematográficos aprehendidos a fuerza de ver películas. Un amor, claro está, maduro y alejado de la histeria de la juventud, otro detalle interesante de una película que se deshace en gestos de honestidad hacia el espectador. Lawrence borda notablemente el romance a partir de las edades de sus personajes.
Es interesante también cómo el film construye una estructura a partir de la figura de Grant, que sostiene todas las demás. Porque Escribiendo de amor puede ser tanto una de profesor y alumnos, como una de amor, una comedia neurótica, una sobre segundas oportunidades, una sobre el vínculo entre padres e hijos, una sobre el amor entre personajes de diferentes edades, o una sobre el cine como mercancía o arte. En esa multiplicidad de subtramas que se encausan detrás de la figura del guionista Keith Michaels hay también toda una mirada fascinada sobre el acto de escribir y el de encontrar una respuesta al por qué escribimos: esa autoconsciencia y ese metalenguaje está introducido en el relato con notable sutileza y sin regodeos virtuosos; el acto de escribir como una sucesión de episodios que vamos recortando, acomodando, mixturando. La vida misma, es decir.
Película genial y de gracia divina, todas las piezas parecen estar genialmente acomodadas, especialmente un elenco ajustadísimo repleto de personajes increíbles: J.K. Simmons y Allison Janney (padre y madrastra de la gran Juno de Jason Reitman) sobresalen porque sus criaturas apuntalan la tesis principal del film, esa de escribir y escribirnos. Qué parte elige cada uno mostrar de sí mismo; qué contar, qué ocultar; qué esperan los demás de uno, y qué es lo que uno está dispuesto a dar. Escribiendo de amor tal vez tenga algunas concesiones hacia su final, que invariablemente tienen que ver con el territorio de romance que abraza para darle un cierre a su historia, pero el aire que se respira en el film es tan diáfano y amable que tampoco preocupa demasiado: además Grant y Tomei están tan bien que uno les cree cualquier cosa. Escribiendo de amor es una película tan inteligente, tan bien escrita y divertida, que uno puede permitirle cualquier cosa.