Queremos tanto a Hugh Grant
En una de las escenas de este film, que se ocupa de desplegar la incapacidad de su protagonista para captar y seguir las reglas necesarias para el intercambio social armonioso, el guionista caído en desgracia (o más bien en desuso) se burla de una profesora de literatura especializada en el análisis de las novelas de Jane Austen. Su comentario, que intenta ser gracioso pero resulta desubicado, se refiere específicamente a Elinor Dashwood, la protagonista de Sensatez y sentimientos.
La secuencia -graciosa, ilustrativa e incómoda-cobra más interés por su valor metadiscursivo, algo que sucede en todo el film escrito y dirigido por Marc Lawrence. Es que Hugh Grant, quien interpreta al desencantado Keith Michaels, fue Edward Ferrars en la versión cinematográfica del clásico de Austen, el tímido enamorado de la citada Elinor. Todo en la película de Lawrence parece pensado para que Grant se sienta cómodo y aproveche al máximo su probada habilidad en el género que lo hizo famoso, allá lejos y hace tiempo, con Cuatro bodas y un funeral. Es la cuarta vez que el director y el actor trabajan juntos, y si bien Escribiendo de amor es una película mucho menos ambiciosa que su primera y mejor colaboración, Amor a segunda vista, también es cierto que consigue revitalizar al género del que Grant fue estandarte hace 21 años.
Esa época en que aquella pequeña película británica se volvió un fenómeno global también es recordada en Escribiendo de amor a su modo, describiendo el complicado pasado del protagonista: otrora guionista ganador del Oscar, Michaels no consigue trabajo en la industria del cine y la mejor solución que encuentra su agente para ayudarle a pagar las deudas es conseguirle trabajo como profesor de guión en una pequeña universidad al norte de la ciudad de Nueva York.
Tan desesperado por un sueldo fijo como reacio a admitir su mal momento como escritor, Michaels intentará el traslado con todas las intenciones de boicotear la que tal vez sea su última oportunidad laboral (y personal también). Es que con sutileza el guión irá mostrando, como si fuera parte de las clases que imparte Michaels, todas las capas de las que está hecho su protagonista, que se desplegarán cuando conozca a Holly Carpenter, una madre divorciada decidida a completar su educación universitaria.
Optimista y sensata, Holly podría haber sido un personaje demasiado esquemático, pero escapa de esa trampa gracias a la actriz que la interpreta: la talentosa Marisa Tomei. De hecho, cada uno de los personajes secundarios está construido con cuidado y a pesar de que Grant aparece en todas de las escenas del film, ellos también tienen posibilidades de desplegar sus habilidades. Allí está J. K. Simmons que, a diferencia de ese profesor psicópata que interpretó en Whiplash -y por el que ganó un Oscar este año-, acá le saca todo el jugo al amable decano de la universidad. Lo mismo hacen el comediante Chris Elliott y la siempre perfecta Allison Janney, otros integrantes de la facultad impactados por la aparición del personaje de Grant.
Sin grandes despliegues técnicos, el trabajo de fotografía y la musicalización son más bien convencionales. Lo que más se destaca del film es su cariño por la palabra, la educación y, sobre todo, por su protagonista.