Este soberbio documental tiene como escenario la primera Escuela Normal de Argentina, una institución paradigmática en la empresa civilizatoria y liberal liderada por el controversial presidente Domingo F. Sarmiento, a fines del siglo XIX. La escuela, ayer y hoy, constituye una usina identitaria, un lugar público en el que se modela cívica y políticamente al ciudadano. Celina Murga, que fue alumna de esa institución, elige una estrategia observacional para mostrar estructuralmente el funcionamiento de la institución y sus efectos en la invisible intimidad del alumnado. El método es conocido, y la distancia implicada en este tipo de procedimiento formal curiosamente no conlleva ni frialdad ni asepsia antihumanista. La amabilidad democrática por cada uno de sus personajes es una de las virtudes del film: la directora, los profesores, los estudiantes, los padres de los alumnos, algunos ex-alumnos y el personal de limpieza son retratados como sujetos legítimos. El resultado es notable no sólo por el conocimiento espacial que permite encontrar en cada situación el encuadre justo (las panorámicas del patio central, los estudiantes subiendo por las escaleras, la perspectiva elegida para registrar una clase, una votación, un acto) sino también por sintetizar lúcida y lucidamente la totalidad de la práctica educativa a lo largo de un período lectivo. No es casual que el ligero centro narrativo del film gire en torno a la elección de los representantes del centro de estudiantes: la escuela es un entrenamiento juvenil para el ingreso cabal al orden social. En ese sentido, Murga consigue capturar la toma de conciencia por parte de una alumna que entiende el complejo lugar de cualquier político en una sociedad. Es un pasaje extraordinario porque se ve un instante de clarividencia repentina y el proceso final de un aprendizaje secreto. Y eso no es todo, ya que en el epílogo la directora juega una carta maestra con la que verifica las huellas de la experiencia educativa en el tiempo.