Reconocida guionista (Vaquero, Bien de familia, La casa, Marilyn, Nada es lo que parece, Los sonámbulos, Pequeña Victoria, El fin del amor), Mara Pescio debuta en la dirección de largometrajes con una película sobre una conflictiva relación madre-hija, una sensible historia de reencuentros y reconciliaciones en medio de la culpa y los apremios.
La primera escena es imponente: enfundada en un vestido rojo, Julia (Miss Bolivia) canta en primer plano un cover de esa hermosa canción de Virus que es Pronta entrega. Pero un par de planos más tarde descubriremos que ese aparente glamour inicial deviene en una realidad muy distinta: el show es un restaurante familiar en el sur de Brasil. Para peor, el poco dinero que le deja ese recital solo servirá para pagar una ínfima parte de la deuda que ella mantiene. Y, le advierten, solo tiene un par de días para cubrir el resto.
A sus 43 años, Julia cruza la frontera y regresa a su Misiones natal; más precisamente a un barrio de monoblocks en las afueras de Posadas, donde Clara (Irina Misisco), su hija adolescente, vive con Fernanda (Laura Kramer) y cuenta con la ayuda de su tío o de una vecina llamada Gloria (Gabriela Saidón). El reencuentro es, en principio, muy frío, tirante y formal (la madre debe firmar una autorización para que Clara, próxima a cumplir 17 años, pueda instalarse junto a su padre en Paraguay), mientras que el entorno resulta por demás hostil, ya que Julia huyó del lugar luego de estafar a varios vecinos que siguen reclamando el dinero (el destino de esa plata es otro de los misterios que se irán resolviendo con el correr del metraje).
Ese fin de semana alude al breve plazo que tendrán madre e hija para reconectar. Los rencores y resentimientos no tardarán en surgir, pero también ese amor que persiste más allá de las miserias y los traumas. Lo mejor de esa relación (y del film) pasa por los momentos musicales. Es que tanto Julia como Clara (quien además de la relación afectiva con Fernanda mantiene con ella un dúo de guitarra y teclado) parecen transformarse cuando cantan y bailan una “coreo”. Una intensidad emocional que se extraña en algunas otras escenas en las que, de todas formas, siempre está presente esa sororidad que les permite a esas mujeres acompañarse incluso en las situaciones más difíciles. De hecho, resultan más emotivos ciertos momentos “intrascendentes” (cuando se pintan las uñas o cuando dan rienda suelta a su espíritu lúdico para compartir unos juegos como el Gusano Loco o los Autos Chocadores en un viejo parque de diversiones) que aquellas en las que surgen confesiones “importantes”.
El trabajo de Pesce con los DF Armin Marchesini Weihmuller e Inés Duacastella logra retratar esos climas tan propios de una zona de frontera con su dinámica propia, su diversidad étnica y hasta su idioma particular que surge de la mezcla. Pero, más allá de ese ambiente tan distintivo, el corazón de esta breve historia (poco más de una hora neta) pasa por la descripción, íntima y delicada, de ese reencuentro con las horas contadas, pero que igualmente tendrá algo de catártico y curativo. Está claro que un par de días juntas no cambiarán ni repararán una historia signada por la decepción, la descontención y el abandono, pero pueden servir para paliar un poco el dolor, para demostrar que nunca es demasiado tarde para recuperar (al menos en una ínfima parte) el tiempo perdido.