Picado grueso
En El juego del miedo (2004), dos disímiles líneas argumentales corrían paralelas con la promesa de un eventual encuentro en el último acto. La primera involucraba a dos extraños que, atrapados en una habitación, eran observados y torturados por un mal que permanecía fuera de campo. La segunda, por su lado, se inscribía en el género policial y giraba en torno al dúo de detectives que intentaba descifrar la identidad del antagonista. A pesar de su apariencia prescindible, esta subtrama era funcional a la progresión dramática de la película, puesto que le ofrecía un punto de apoyo que le permitía abandonar momentáneamente su claustrofóbica locación principal, descomprimir la tensión y hacer avanzar el relato. Con el tiempo y demasiadas secuelas de por medio, una de esas líneas argumentales se volvería la base insoslayable de la saga que dio a luz al subgénero del torture porn y que cosechó millones y millones de dólares, mientras que la otra quedaría relegada al olvido colectivo.
En un claro intento por “volver a las bases” e inyectarle un poco de vida a la ahora agotada franquicia, Espiral: El juego del miedo continúa recupera aquella subtrama policial y la ubica nada menos que el centro de su narración; dejando así al relato de supervivencia, ese que para muchos constituye la esencia de El juego del miedo, en un segundo plano. De este modo, invirtiendo la lógica de su progenitora, la película protagonizada por Chris Rock adopta la estructura de un policial de investigación convencional (a tal punto que por momentos parece un episodio de C.S.I. con más presupuesto que el habitual) y la atraviesa con la cantidad mínima requerida de escenas de tortura, en pos de justificar su pertenencia a la saga.
Cabe destacar que el comediante además oficia como productor ejecutivo de Espiral. Lejos de tratarse de un mero dato de color, esta información resulta fundamental para entender, entre otras cosas, el cuestionable casting del film. En constante pose, incómodo en su propio vestuario y con menos control sobre sus expresiones faciales que un títere de ventrílocuo, Chris Rock hace todo lo posible —dentro de su limitado registro actoral— por expresar el mundo interior del personaje. Sin embargo, ajenas al concepto de sutileza, sus morisquetas pocas veces logran despertar algún tipo de empatía en el espectador y, lo que es peor, atentan contra la suspensión de su incredulidad. En este sentido, Rock logra algo extraordinario: que el aspecto más inverosímil de una película de El juego del miedo no sean las trampas mortales ridículamente elaboradas del villano, sino su interpretación de un policía torturado.
Por otro lado, la caracterización de dicho personaje también resulta sumamente problemática. Todos los conflictos que conforman su impostada tridimensionalidad (las decisiones de su pasado, la desconfianza hacia sus colegas, la sombra de su padre, su frustrada vida amorosa, su hartazgo general con la Fuerza, etcétera) no son manifiestos, evidenciados en acciones —mucho menos en el acting de Rock—, sino única y exclusivamente mediante diálogos. De hecho, llamarlos “expositivos” sería un gesto de cortesía hacia el guion. Más bien podríamos decir que, a través de sus perezosas líneas llenas de bilis, los personajes de Espiral no hacen otra cosa que vomitar la información que el director Darren Lynn Bousman no se molestó en exponer de otra manera. Para colmo, la película nunca deja de poner en duda las capacidades cognitivas de su público y lo obliga a escuchar los mismos diálogos una y otra y otra vez, gracias a los incontables flashbacks que despliega a lo largo del relato y que bien justificarían el cambio de su título por el de Flashback: La película.
Dejando de lado su arbitraria puesta de cámara, con su abuso de los dutch angles y escaso criterio a la hora de narrar visualmente, esta incomprensible insistencia en el uso de flashbacks —tanto sonoros como visuales— es, sin dudas, el aspecto más irritante de Espiral. Tarde o temprano, prácticamente todas sus escenas acaban volviéndose un recuerdo, un pensamiento o una epifanía del protagonista, por lo que uno, como espectador, se ve obligado a padecerlas no una, sino dos o más veces, siendo así sometido a una tortura tanto o más insufrible que la que Jigsaw impone sobre sus víctimas.
Dicho sea de paso, ni siquiera tales secuencias son lo suficientemente tensionantes, sangrientas o memorables como para justificar este tedioso y condescendiente thriller. Habiendo ya dirigido otros tres films de la franquicia, Bousman parece estar tan cansado de filmar escenas de tortura que ya ni se molesta en desarrollarlas. Contrariamente, lo único que hace es retratar el mismo escenario sin salida una y otra vez, anulando así cualquier posibilidad de generar suspenso: si se nos muestra reiteradas veces que no existe escapatoria posible para los torturados, que el destino fatal es ineludible, entonces la cuenta regresiva que acelera sus pulsaciones pierde todo tipo de sentido y el escaso interés que depositamos en su supervivencia se desvanece por completo.
Sin ánimos de extender esta perorata por mucho más, simplemente quiero agregar que, en una escena inicial que parece sacada de un stand-up que Chris Rock no se animó a hacer, su personaje habla despectivamente de Forrest Gump (parece que pegarle a Zemeckis está de moda, ¿no, Charlie Kaufman?), y sostiene que hoy en día esa película ya no podría filmarse por retratar el “abuso de personas con necesidades especiales”. Qué ironía que justamente él, la principal fuerza (no tan) creativa detrás de una película que abusa de la confianza de sus espectadores, los trata de imbéciles y les inflige una tortura de una hora y media, sea quien emita una opinión acerca de qué películas deberían o no ser filmadas.