Peninsula comienza con una escena que parece marcar el camino que el film va a seguir, y se trata de una toma de decisión: la familia que trata de llegar en auto al barco de refugiados es interceptada en el camino por otra que pide ayuda desesperada. El protagonista, Jung-seok, soldado responsable del arreglo que les dio un lugar a él y a sus parientes en el barco, se niega incluso a tomar a la niña más pequeña. Más adelante, como si se tratara de un precio a pagar, los pasajeros del barco se infectan y se ve obligado a abandonar a todos. El panorama es oscuro, porque a diferencia de Train to Busan, donde el padre de la niña muere en un acto de sacrificio, Peninsula nos hace acompañar a un sobreviviente que fue incapaz de lograr ningún tipo de entrega. Corea ya no es un país sino simplemente una península librada a su autodestrucción, en un intento de acercarse al universo de Escape de Nueva York con la ciudad devenida en prisión.
Entrar a la península en una misión de saqueo de dinero parece el motivo perfecto para recorrer el territorio en el que quedaron los sobrevivientes olvidados. Ellos mismos también fueron coptados por el nihilismo, a punto tal que arman una sociedad dictatorial y hacen de la epidemia un entretenimiento de deportes barbáricos. Pero a su vez nos introducen a Min-jung y a la pequeña niña, ajenas a todo apetito por el mal y haciendo uso de los mismos restos de esa Corea destruida para poder sobrevivir como familia. La niña fabrica sus propios autos a control remoto (tal vez una versión reducida de las persecuciones al estilo Mad Max que la película intenta emular) como elemento de distracción para las salvajes criaturas.
Cuando los bandos están claros, lo que también se evidencia es la necesidad hacer convivir todos esos posibles lugares y disparadores en una sola película. Cada uno de los elementos comienza a funcionar más como un marco de acción, apenas un escenario, donde los personajes van cumpliendo con su necesaria transformación. Por supuesto que Jung-seok tendrá que arriesgar su vida por alguien, entre otros juegos de reversos narrativos que la película va a armar. Mientras tanto, las referencias estilísticas a las películas fantásticas que mencionamos se encargan de mantenernos en un constante trabajo de detección. No es una actitud necesariamente nostálgica, pero sí perezosa a la hora de trabajar con los recursos narrativos, como si los universos de Escape de Nueva York o Mad Max se vieran reducidos a apenas un tono o ritmo.
Así la película también busca ponerse a la altura de la anterior, pero recordemos que Train to Busan es más conocida por la intensidad dramática del vínculo padre-hija que por la naturaleza del conflicto con los zombies. Peninsula intenta multiplicar esa presencia dramática, como si se jactara de aquella, en intento de repetición declarado. ¿Hay algo más previsible que el torrente de lágrimas de la niña en una de las escenas del final? El encuadre que busca atrapar la lágrima y el llanto termina mostrando más al lamento de un director tratando de repetir aquello que una vez le funcionó, sólo que ahora esta multiplicado, y son 3 las mujeres que lloran en simultáneo la muerte de un personaje.
Yeon Sang-ho, en la que es su tercera entrega en este universo de zombies infectados en Corea del Sur, parece haber decidido quedarse en la península, tratando de ver qué se puede armar con los restos de sus películas anteriores. Pero su supervivencia pende en realidad de hilos, y en este caso, seguramente también dependa de que confiemos en la señora amable de las Naciones Unidas diciéndonos, en inglés, que va a estar todo bien.