La familia vuelve a estar unida, pero en EE.UU.
Casi al mismo tiempo que Daniel Day Lewis intentaba calzarse, en Nine, los zapatos del Guido Anselmi de 8 y ½, a Robert De Niro le toca ponerse en la piel de otro personaje de Mastroianni, el Mateo Scuro de Stanno tutti bene. Aunque la película de Tornatore estuviera tan lejos de lo dark como el direttore de Cinema Paradiso puede estarlo, que Scuro se llame ahora David Goode habla a las claras de que lo que resuena en Everybody’s Fine, remake estadounidense de aquélla, no es la oscuridad, sino la bondad. No deja de haber oscuridad en el camino, en la medida en que se va desmontando la estructura de secretos, ocultamientos y mentiras sobre la que parece sostenerse la existencia misma de la familia Goode. Pero el final encontrará a la famiglia unita, feliz y comiendo pavo en lugar de perdiz, un Día de Acción de Gracias. Allí, el Están todos bien del título deja de ser amargo e irónico, para volverse literal y complaciente.
Como se sabe, Están todos bien es algo así como una road movie familiar, en la que el padre sesentón va recorriendo distintos puntos del mapa, en visita a sus hijos. En la original, Mateo Scuro iba de Sicilia al continente. Aquí, David Goode hace las valijas, dispone sus remedios y deja el suburbio del estado de Nueva York, partiendo primero a Manhattan, donde vive su hijo David, el pintor; luego a Chicago, en busca de Amy, la publicista exitosa; más tarde Denver, donde Robert (Sam Rockwell) dirige, se supone, la orquesta municipal, y last but not least, Las Vegas, donde Rosie, la bailarina (Drew Barrymore), habita uno de esos pisos faraónicos que sólo allí pueden concebirse.
De a poco se irá viendo hasta qué punto está carcomida la vida familiar de los Goode de desapariciones que se mantienen ocultas, separaciones que se disimulan, oficios menos prestigiosos de lo que se confiesa y hasta maternidades y sexualidades cuidadosamente guardadas en el armario (uno de los aggiornamentos más notorios con respecto al original). Así como suena esquemático el reparto de roles fraternos es transparente la intención dramática: dar vuelta como un guante la idea de perfección familiar en primera instancia, poner luego en cuestión el rol de David como padre. Este segundo punto es, por menos esperado y convencional, seguramente más logrado. Igualmente todo se encamina, como queda dicho, a un final con regalo, paquete y moño.
Más allá de fórmulas –y de la horrible idea, tanto en términos dramáticos como visuales, de que el padre vea a los hijos como eran de pequeños, cada vez que los reencuentra–, dos factores ayudan a que el viaje se haga llevadero. El primero son las actuaciones, que en los casos de De Niro, Barrymore y Rockwell tienen volumen y espesor. El segundo, que como sucede en muchos periplos, resultan aquí más disfrutables las paradas y desvíos que la meta en sí. Una vieja metida durante un viaje en tren; las sordas tensiones familiares en casa de Amy; el ruido que hacen las rueditas de la valija de David, durante un ensayo de orquesta; la frustrada cena en un restorán giratorio de Las Vegas: todo ello puede llegar a justificar el round trip, aunque el final destination se vea venir a la legua.