Y en eso llegó papá
En esta remake de una película italiana protagonizada por Marcelo Mastroianni, Robert De Niro es Frank, un viudo reciente que decide visitar a sus hijos por sorpresa, cruzando Estados Unidos en tren y autobús con una valijita. Claro, como no llama antes de caer –y como son estadounidenses que se turban con el contacto físico–, los encuentros salen mal. Pero una situación de emergencia logrará reunir a la familia y limar, como por arate de magia, las cuentas emocionales pendientes. De un golpe (duro), aquello cuya solución proponía Freud a través de largos períodos de diván acá se resuelve con la inmediatez que pide un desenlace funcional para aliviar la carga lacrimógena. En verdad, al borde de lo lacrimógeno, porque el director, Kirk Jones, cuida el equilibrio formal de su historia, apoyándose en un gran actor como De Niro, volcado aquí a una eficaz conmiseración que le sale de taquito. Cuesta creerle a la película que todo lo indigestado entre los hijos y el padre, cifrado en una infancia que se niega a ser olvidada, pueda evaporarse en el aire de una noche navideña alrededor de un pavo asado con ciruelas.
En sus mejores momentos, sin embargo –aquellos con la presencia de Sam Rockwell y Drew Barrymore–, el film sabe detenerse en la observación de esos pequeños detalles que arman la famosa brecha generacional: una irritante insistencia del padre en sacar fotos todo el tiempo, su impericia para manejar cualquier artefacto tecnológico o medianamente moderno, la vergüenza ajena que provoca su presencia no anunciada en ámbitos de trabajo, privados, fuera de su contexto.
Pero el director y guionista se inclina por extraer de esas situaciones ricas su sabor amargo, perdiéndose la oportunidad de explorarlas también como fuente de humor o hacia cierto paso de comedia. En cambio, el acento, muy marcado –con un piano triste sobre los pasos del solitario Frank, con compañeros de viaje que discursean acerca de la soledad en la vejez– está puesto en remarcar que el asunto es serio y doloroso. Al parecer, el film cree que no basta con contar su historia sino que es necesario sumarle un mensaje, una advertencia acerca del abandono de aquellos que se sacrificaron por dar un futuro a sus hijos, esos adultos ingratos, demasiado ocupados como para dedicarles algo de su tiempo.
Claro que no es ése el único plano, ni la película una de denuncia antigeriátrico. Hay un porqué en la necesidad visceral de estos hijos por evitar al padre y ocultarle datos esenciales de sus vidas. Parece que el bueno de Frank fue demasiado severo. Pero no hay en el film elementos que muestren esa fuente de trauma de los hijos, al punto que incluso parece contradecirse como hipótesis que guíe la actitud de sus personajes. ¿Lo aman, lo odian, le temen, le tienen lástima, en qué quedamos?
Cierto, las relaciones humanas no son unívocas. Pero Están todos bien se acobarda ante su complejidad y le escapa a su confusión. En lugar de limitarse a exponerla, quiere tranquilizar al espectador, para dejarlo con la certeza de que todos están bien antes que con la inquietud de las preguntas. Ésas que sobrevuelan su relato, tan tímidas.