Están todos raros
Everybody´s fine es la historia del hombre del siglo XX cuando ya fue desplazado del centro de la escena y está bien canoso. El hombre común del siglo XX –no en las estadísticas, por supuesto, sino en el imaginario, fraguado en buena medida por el cine– es un padre de familia, tal vez hijo de obreros, que a fuerza de trabajo y algún éxito en un asunto comercial puede ascender un poco económicamente y pagar la educación de sus hijos, que en cambio van a ser artistas. Sólo que en el camino se encuentra con que le cambian los códigos, la economía decae, y los chicos le salen mozos de un bar, percusionistas de la orquesta en vez de directores, homosexuales y padres solteros. Este señor, aparte, está totalmente bloqueado en lo emocional: su función en la vida es trabajar para mantener a su familia, y en el reparto clarísimo de los roles la verbalización y exteriorización de los afectos corresponde a la madre, que recibe en su día una heladera como reconocimiento.
El problema es que cuando muere la madre, el hombre común, éste, el de Everybody´s fine, que se llama Frank Goode –pero que a pesar del nombre es tan malo o bueno o ninguna de las dos cosas como el Bad Blake de Jeff Bridges en Crazy Heart, o en todo caso es igual de desamparado– pierde al contacto que lo unía con sus hijos y queda a la deriva. La película lo muestra cruzar el país como el exacto reverso de Ryan Bingham en Up in the air. Si aquel iba por el aire y sabía manejar perfectamente su valija, que se deslizaba por los pasillos de aeropuertos como si fuera etérea, éste toma trenes y colectivos de larga distancia y va haciendo ruidito con las ruedas. Al otro le importaba poco la familia, a este le importa mucho pero no sabe cómo hacer para encontrarla. La lección de fin de siglo o principios de siglo, como prefieran verlo, para el hombre común del siglo que ya fue, es que el afecto importa más que la autoridad y la comunicación honesta más que la disciplina (ay, da pudor hasta decirlo).
Todo lo que estoy contando es de una obviedad tal que apenas puede interesarle a alguien, salvo por una razón que concierne menos a lo artístico que a lo sociológico: es importante sentirse representado en el cine. Pero de eso hablaremos otro día. Lo que es muy evidente es que la desesperación por reformular el modelo de familia es uno de los temas centrales en la agenda hollywoodense. Son innumerables las películas que intentan reemplazar una imagen, la de papá y mamá blancos con sus dos o tres hijos reunidos alrededor de la mesa en Navidad, por otra donde entren negros, homosexuales, enanos, cínicos y paralíticos, con tal que el círculo siga existiendo y se junte para comer un pavo: se dobla pero no se rompe.
Lo único que importa en Everybody´s fine y que hace que uno no se quiera ir del cine cuando ya entendió perfectamente, a la media hora, de qué venía la cosa, es el cuerpo de Robert De Niro, qué está envejeciendo, tiene canas, arrugas, habla sin énfasis y tiene la mirada algo lavada que nos hace ver a ese hombre común superpuesto a la figura ya icónica del actor. Me imagino que al construir un personaje, después de una carrera larga y de muchos papeles, debe ser más difícil para un actor sacarse todo lo que pueda en gesto, expresividad y muecas que agregarse cosas, como debe hacer en cada película Johnny Depp (y no veo a Jack Nicholson interpretando a Frank Goode, por ejemplo, porque tiene esos dientes que lo convierten siempre en un irónico o un loco). De Niro, acá, se ve más común que nunca y desde esa chatura sostiene toda la película. Y se entrega a la cámara, al punto que lo que más me queda en la memoria es el pliegue de piel afinada y caída que tiene debajo de los párpados.
Hace poco volví a ver algunas escenas de Los puentes de Madison. Hay un momento en que Meryl Streep se baña –desnuda, claro está– en la misma bañera donde hace unos minutos se duchó Clint Eastwood. Acostada en el agua y con el pelo recogido en la nuca, los hombros relajados, mira la ducha de la que salió el agua que bajó por el cuerpo de él y se pasa un dedo por el labio. Me pareció obsceno. Una belleza de obscenidad y de realismo ver desear a esa ama de casa. Pienso en más cuerpos y se me viene a la cabeza el desnudo de Jennifer Aniston en The break-up, muy comentado antes de que saliera la película. Ella, dura como una columna, y con la piel igual a sí misma en cada milímetro de su superficie, sin una sola marca, pasa brevemente antes los ojos de Vince Vaughn –no ante los nuestros, que apenas vemos nada. Qué decepción, y qué embaucadora esa manera de hacer de cuenta que se exhibe un cuerpo cuando en realidad se lo sustrae a la mirada.
Peor aún, porque median algunos años y un poco de plástico de por medio, está ella en una de sus películas más recientes, la peor imposible Love happens. Entender qué pasa en los cachetes de Jennifer Aniston es uno de los dilemas de la época, hay que pensar qué pasa con esos cachetes. Aniston es ahora una superficie satinada que tira al naranja y repele a la mano tanto como al ojo, ganada definitivamente para el ejército de neozombies que últimamente invade las pantallas encabezado por Robert Pattinson, Taylor Lautner y Megan Fox. Para no irse tan lejos y ver la diferencia, fíjense en la cara, el pelo y cada centímetro de Kate Beckinsale en Everybody´s fine y comparen con De Niro.
No es tan seguro que los seres humanos –con todas las mediaciones del aura, la actuación y el maquillaje, por supuesto– sigan apareciendo en las películas mainstream en los próximos años, ahora que todo tiende al muñeco Bruce Willis de Identidad sustituta. Esa mala costumbre de poner personas en la pantalla, que empezó cuando se terminaba el cine clásico y con él el glamour de las estrellas, podría estar llegando a su fin. Y si hay en todo esto algo que lamentar, no se trata de que el común de los mortales no se vea representado en actores que se les parecen, no: se trata del fin del erotismo, que es un asunto menos de la vista que del tacto, porque en los nuevos cuerpos lisos, naranjas y brillosos como una mesada de fórmica, no hay donde poner los labios.