Papá co(n)razón
Un ejemplo de cómo una misma historia, de acuerdo a su tratamiento, puede deparar una buena o mala película es Están todos bien, de Kirk Jones y con el protagónico de Robert De Niro. Primera digresión: el Stanno tutti bene de Giuseppe Tornatore en la que esta se basa no era ninguna genialidad (sí era más interesante que su anterior Cinema Paradiso). Segunda digresión: tampoco es que la Están todos bien de Kirk Jones sea una porquería insalvable. La diferencia es que en el marco de una historia que recurre a la sensiblería, Tornatore lograba potenciar la amargura que el relato habilitaba, mientras que Jones suspende el cinismo para destacar lo que le interesa: la posibilidad de redención. Diferencias de criterio, que le dicen.
De Niro se pone en la piel de Frank Goode (el rol que antes interpretaba Marcello Mastroianni), un viudo que ante el plantón de sus hijos a una cena familiar, decide viajar por los Estados Unidos, visitar él mismo a los chicos, sorprendiéndolos con su aparición. Hay un cambio fundamental en la versión norteamericana: aquí el viaje importa mucho menos que en su original italiano. Y esto es mucho más importante de lo que parece: el viaje le servía a Tornatore para reforzar lo idealizado que tenía su protagonista a los hijos, mostrándole fotos del pasado a sus interlocutores. Aquí, se va directo a los encuentros, apurando la redención que tendrá que llegarle al severo Frank.
Hay un elemento que se repite, la manía del protagonista por las fotos. Pero al restarle intensidad a la idealización de Frank por sus hijos, las fotos ya no soportan el espesor dramático que antes tenían: aquí funcionan sólo como curiosidad humorística. Aquellas imágenes le servían al Matteo Scuro de Mastroianni para imaginar cómo era la vida de su descendencia congelándola en un pasado ideal. Stanno tutti bene era un título irónico, sostenido por cierta tradición familiar italiana basada en las apariencias, que en la versión yanqui perdió toda su esencia y hace preguntarse cuál es el interés en una remake si se la va a redibujar completamente.
Lo que queda claro al ver Están todos bien es que si hubo modificaciones, las mismas fueron en función de un imaginario que tiene que ver más con lo norteamericano: las vidas esparcidas a lo largo del mapa, las jornadas festivas como posibilidad para reencontrar a la familia. En ese aspecto, Jones adapta acertadamente porque en todo caso se trata de transcribir una idea a un ideario. El mayor problema de su película es que carece de vuelo para escenificar los conflictos entre los personajes. Sólo hay dos decisiones estéticas, y son desacertadas: una son los reiterados planos de cables telefónicos que ilustran las conversaciones entre los hermanos; otra es la decisión de mostrar como niños a cada uno de los hijos de Frank, cada vez que los reencuentra.
Entonces Jones se recuesta en sus actores y encuentra buenas respuestas cuando los que cruzan algunas frases dolientes son De Niro, San Rockwell o Drew Barrymore. Digamos que, en cierta forma, es ahí donde Están todos bien se juega sus fichas, en la forma en que la distancia entre este padre y sus hijos es mostrada. Y acierta tanto como yerra: acierta porque no juzga, sino que involucra un grupo de personajes cada uno con su verdad; pero pifia cuando esa falta de juicio se revela, en realidad, como una falta de idea acerca del mundo planteado. Como en la reciente Luciérnagas en el jardín -aunque con más ternura y menos subrayado- todo se resuelve para bien porque sí, porque bueno, somos una familia y en el fondo nos entendemos. Nadie tiene la culpa.
Y así, finalmente, uno adivina la intención de la película que no es otra que aleccionar a su protagonista sin que uno sepa bien de qué se tiene que disculpar porque al final era sólo un tipo hosco pero de buen corazón: la intención, entonces, es hacer llorar sin demasiada reflexión. Están todos bien pierde en el camino algunas buenas ideas, como por ejemplo cómo la mentira piadosa construye mundos paralelos, cómo el silencio cómplice es utilizado para solidificar los mecanismos familiares, cuando en realidad se nos vende a la institución como un resumen de verdad. Temas sobre los que se prefiere no ahondar para no distraer la lágrima (fácil) del espectador.