Lo posible. Dicen que This is not a film escapó de Irán escondida en un pendrive que a su vez pasó la frontera camuflado adentro de una torta. Puede sonar a cliché de película carcelaria o incluso a comedia de espías, pero lo cierto es que la anécdota es totalmente creíble. La tecnología lo permite. El hombre lo hizo posible. Convirtió los rollos enormes de cinta en un archivito de bytes apto para adminículos casi microscópicos. Es un privilegio ser testigo de esa magia que se hace real y que a la vez nos hace bien. El hombre aterrizó en la luna cuando apenas un siglo antes la idea no era más que una fantasía de la ciencia-ficción. Un día despegó el Apollo 11, sí, pero mucho antes Méliès ya había transformado lo imposible en cine lanzando un cohete loco sobre su luna-pastel. This is not a film también tiene algo de nave espacial, diseñada por una de esas mentes que están siempre un paso adelante, que no se conforman con el mundo dado pues no creen que existan límites para el sentir o el pensar. Hace unos meses la nave se me incrustó en los ojos y no la quiero soltar.
Del desayuno al crepúsculo, ahí estamos con Panahi en su confinamiento sin olvidar en ningún momento que cuelga sobre él una condena absurda y feroz: seis años de cárcel y veinte años de inhabilitación para realizar actividades artísticas o públicas. La melancolía lo empapa todo y, sin embargo, durante la proyección nos reímos más de una vez gracias a un anfitrión generoso y divertido que jamás intenta ganarnos desde la victimización. Panahi está entero. Aunque alguna ráfaga de ansiedad o preocupación surque cada tanto su rostro, lo que se impone en su temple es la seguridad de quien sabe que no puede hacer otra cosa porque no hay peor prisión que la claudicación. El artista debe insistir. El cineasta debe seguir rodando películas, aunque sea a través de un intermediario. Por eso lo llama a su colega Mojtaba Mirtahmasb para que lo ayude a dejar testimonio de un proyecto ya esbozado antes del arresto. Inspirado en un brevísimo cuento de Chéjov ("Del diario de una jovencita"), Panahi quiere narrar la historia de una joven iraní que sueña con estudiar arte pero choca con la prohibición de sus padres, quienes terminan encerrándola en su habitación para evitar que asista a clases. Ella se dedica entonces a mirar por la ventana, buscando algún resquicio por donde huir. Panahi lee partes del guión y utiliza su living como set, graficando sobre el suelo el cuarto de la muchacha. Enroscado en sus ideas, Panahi va y viene sobre ese espacio ínfimo, interpreta diálogos, duda, retrocede, retoma, por momentos se asemeja a un maniático en camino al hospicio, hasta que se pregunta: “Si podemos contar una película, ¿entonces para qué filmarla?”
Silencio. El relato cambia de rumbo y Panahi focaliza en otras cosas. Sin embargo, yo me quedo enredada en un plano de la ventana que mostró unos minutos antes, la ventana de su departamento que vendría a ser a la vez la ventana de la joven ficticia que quiere atravesarla para ir a estudiar. En principio, no es alentador lo que ese marco devuelve: un hueco hacia un patio interno, una escalera y rejas varias (si esto no es exacto, al menos es lo que grabó mi recuerdo). ¿Acaso podemos ver más allá de lo concreto? ¿Podemos acompañar a Panahi y ver con los ojos de quien anhela salir, de quien vuelca el sentido en el objetivo y no en la primera valla? Es solo un plano desde una ventana. Es el espectador quien debe hacer jugar sobre ese plano su propia pintura mental, la imagen de otros mundos posibles.
Ver es ver con los otros. El director se detiene en tres escenas de su filmografía y confiesa que aquello que más ama de sus películas es lo que no planificó, lo que escapó a su control. La nena de El espejo que decide decir no, cansada del rodaje y el fingir. El protagonista de Crimson Gold y su particular manera de entornar los ojos. Una mujer desesperada en El círculo y la arquitectura de Teherán que la envuelve como si fuera una jaula. Es allí donde respira el cine para Panahi: en lo que el hombre tiene de inalienable. El sujeto en su libre albedrío, en su individualidad, en las construcciones culturales que lo explican (y también lo someten). Panahi es un autor que observa, que nunca se impone por encima de sus personajes. No fabrica alternativas idealistas frente al dolor. Expone los hechos con penetrante elocuencia y nos invita a preguntarnos si la historia tiene que ser necesariamente así o si podría ser de otra manera. Asumir que el cuadro debería ser diferente es fácil. Lo difícil es inventar la imagen que se haga cargo de activar la diferencia. Una cuestión política. “El cuadro trata de lo que está ausente, de la libertad que es ausencia”, escribió John Berger en referencia a Magritte.
Futuro. La trenza entre artificio y azar característica de Panahi también está presente en This is not a film. El dvd de Buried (Enterrado) que se asoma en un estante, por ejemplo, es un detalle de decorado deliberado que apunta a la ironía, mientras que el plano de la iguana trepando la biblioteca es bello justamente porque es espontáneo. Pero no resulta demasiado productivo ponerse a zanjar el límite entre una cosa y otra. En la extraordinaria secuencia final realmente no importa si el muchacho que recolecta la basura es un actor o no. El joven es estudiante y está terminando una maestría en economía. Como la chica del guión aún no filmado, el muchacho tiene deseos, ganas, busca en la educación una forma de emancipación. Así y todo, no consigue trabajo en lo suyo y sobrevive haciendo changas. A simple vista es una historia de desazón más, quizás marginal dentro del contexto de la película. Sin embargo, el caso aporta aún más complejidad al tapiz que el director venía hilando, porque en ese momento no importa ni la religión, ni la nacionalidad, ni el género del personaje, sino el hecho de pertenecer a una generación, la edad perfecta en la que el sueño político encuentra el calor preciso para germinar y encenderse. Un viaje en ascensor alcanza para reconocer la irrupción de la desesperanza, la pesada sensación de ser desterrados del futuro.
Lo imposible posibilitado. Panahi se despide del joven mientras éste se dirige hacia un enorme portón que da a la calle, desde donde llegan estruendos y lenguas de fuego. Es año nuevo en el calendario persa. El joven sale y nos deja solos otra vez con Panahi, de este lado de los barrotes. Intento recordar que la distancia entre lo imposible y lo posible muchas veces es sólo una cuestión de tiempo, de perspectiva. Cuesta. Vuelvo a intentar y me asalta la tenacidad del artista, su voluntad. Maniatado por el sistema, Panahi decide seguir empuñando su cámara hasta el último minuto, capturando la frontera, la valla que lo encierra y a la vez confirma signos de la resistencia que grita detrás. O nos hundimos en la puerta oscura, o ajustamos el foco sobre los fulgores que la rodean para que iluminen una nueva imagen, sólo una más, que nos incite a creer en lo que hoy nos parece irreal.
Fundido a negro total. Ahora empieza la otra película, la que uno está obligado a proyectarse a sí mismo luego de vivir una experiencia fascinante y libertaria.