Crear desde el encierro
El director iraní Jafar Panahi dirigió esta película mientras cumplía arresto domiciliario en Teherán. Puro ingenio y coraje.
“Es importante que las cámaras estén encendidas”. La frase de Mojtaba Mirtahmasb, amigo y colaborador del director Jafar Panahi, resume la potencia de Esto no es un film, una película ingeniosa que demuestra cómo contar una historia sin necesidad de actuarla.
Pero la historia del realizador iraní no es fácil, fue detenido en marzo de 2010 por sus filmes críticos hacia el gobierno y condenado por la justicia de su país a seis años de reclusión y la prohibición por 20 años de ejercer cualquier actividad cinematográfica. Panahi quedó libre de las rejas (previo pago de fianza de 200 mil dólares) aunque continúa bajo un estricto régimen de arresto domiciliario.
Por todo esto, el forzado encierro doméstico es el ámbito para esta película con un mensaje de cabecera: “¿si podemos contar una película, para qué hacerla?”. Entonces Panahi se dejó filmar por su colega Mirtahmasb y, no pudo con su genio, también registró a su amigo con un teléfono celular. De esta forma el director explicó a cámara el guión de un proyecto (hasta 2011) trunco: la historia de una muchacha inspirado en un breve cuento de Antón Chéjov.
Desdoblándose como actor y guionista, el iraní (quien en 2013 sacudió la Berlinale con Closed Curtain) marcó en su casa, con cinta adhesiva y sobre una alfombra, los límites de la imaginaria locación en donde una chica transcurre sus días. Y allí está el nudo del filme: en el plano por plano, secuencia por secuencia (con logradas referencias a filmes de su autoría, como Crimson Gold), donde Jafar explica el devenir de su imaginaria protagonista. Guía al espectador, metro por metro.
Con movimientos muy medidos, el realizador de las premiadas El globo blanco, El círculo y Offside hace sentir en carne propia el agobio de la muchacha. Una sofocación que atrapa a Panahi y lo hace viajar mentalmente hacia dos situaciones del exterior: su situación judicial, que le comentan por teléfono, y las detonaciones de los fuegos artificiales que anticipan el nuevo año del calendario persa.
Pero él sabe que está solo, aislado en una vivienda que choca con la condición de la mayoría de la sociedad iraní. Es grande, muy decorada y puede pecar de una opulencia que no se condice con la frágil situación de su dueño. La iguana que se trepa al iraní parece ser esa presencia invisible que lo vigila, un estado autoritario al cual Panahi casi no hará mención, excepto en la brutal metáfora punteada de los créditos finales.
Lo ponderable de este filme (que viajó al Festival Internacional de Cannes 2011 en un pendrive y pasó la frontera iraní ¡camuflada adentro de una torta!) es que el realizador no se mostró como víctima del sistema que lo condenó sino que, a pesar de destilar melancolía en sus declaraciones, se armó de fuerza en las penumbras de su hogar. Sin resentimientos.
Panahi ensambló a un personaje dócil y algo risueño, que no reprocha, sino que asiente. En silencio. Su grito es el cine, por más mordazas que lo quieran callar.