Esto no es un golpe quiere restituir una épica olvidada durante muchos años por el relato oficial del gobierno anterior, que derramó al cine argentino y a la cultura en su conjunto una visión sesgada sobre la última dictadura y sus secuelas. Esa visión logró una elipsis impensada: volver creencia compartida que el ajuste de cuentas de la democracia con las atrocidades del Proceso empezó con el gesto de un presidente bajando un cuadro y con la reactivación de las causas por violaciones de derechos humanos. Ese recorte empobreció una historia de gestas civiles y lo redujo a unas pocas consignas afines al poder de turno, como puede verse en la cantidad de documentales sobre el tema producidos en la década pasada que eliden el Juicio a las Juntas y la escalada entre el gobierno de Alfonsín y los militares. ¿Cómo debería pararse el cine argentino frente a ese olvido de tantos años? ¿Cómo discutir con una postura adoptada en bloque y casi sin fisuras por toda una cinematografía? Esto no es un golpe sale del laberinto por arriba: evita cualquier polémica y opta por contar todo de nuevo.
Pero tampoco se trata de empezar de cero. Desde el principio, la película le habla al público y apela a su recuerdo de Semana Santa de 1987, como si por esa vía afectiva pudieran recomponerse décadas de olvido audiovisual. Al igual que en sus otras películas, Sergio Wolf se hace cargo del punto de vista, pero a diferencia de lo que pasa en Yo no sé qué me han hecho tus ojos o Viviré con tu recuerdo, acá el director aparece más neutro, menos caracterizado, como si Wolf no fuera tanto él mismo sino un vehículo para introducir al espectador en la trama. Trama que, además, ya no supone un misterio a develar sino una memoria compartida: el paradero de una cantante que prácticamente se desvanece del mundo o la pérdida de material fílmico con la pista de audio de una última entrevista proveen casi por sí solos las dosis necesarias de suspenso. El levantamiento carapintada, un hecho fijado en libros de Historia y en el recuerdo de la gente, en cambio, supone la fabricación de una intriga, como si el objeto se resistiera a proveer cualquier clase de encanto cinematográfico y hubiera que forzarlo, sacudirlo, buscar en él zonas inexploradas, aprender a mirarlo de nuevo.
La solución que la película encuentra a ese problema consiste en entrevistar a algunos de sus protagonistas y en tratar de reconstruir la gestación y el desarrollo del levantamiento. No hay académicos o especialistas que opinen, solo personas que participaron activamente de los sucesos y que reponen visiones diferentes: la de los militares de bajo rango, la de los mandos medios, la de los legisladores radicales, la del poder ejecutivo. ¿Cómo hacer cine con un hecho histórico sin caer en la rutina formal de un documental expositivo? Esto no es un golpe opta por poner en relato el plan secreto que condujo a la toma y explotar el nervio narrativo de los entrevistados (algo que depende tanto del montaje como de la suerte de toparse con gente que sepa contar). Por momentos, la narración conjunta de soldados y políticos, que detallan los movimientos y reacciones de cada bando, logra que uno se olvide de lo que sabe y que se interese por el relato que presenta la película, como si el cine, aunque sea por un rato, pudiera ganarle la partida a la Historia: el pulso de la película acaba por imbuir el tema con las reglas y la vitalidad de la ficción.
En este sentido, la entrevista a Aldo Rico es uno de los puntos fuertes de la película. Sobrador que cautiva con su altanería y con una lectura del levantamiento hecha a la medida de su conveniencia, Rico aporta una personalidad fascinante en torno de la cual parece organizarse toda la película, conciente del material que tiene entre manos. No importa la opinión previa que se tenga de Rico, la expectativa que genera su próxima aparición es enorme: uno espera otra versión dudosa de los hechos, otro momento de malignidad, otra explosión de jerga militar fuera de contexto, otra explicación sobre sus recaudos exagerados ante presuntas trampas. Su figura hace pensar en la de algún villano de James Bond venido a menos que molesta y contradice por gusto a su interlocutor. Si hubiera que buscar una figura que funcione como contraparte de Rico, ese sería el general Alais: los fragmentos suyos que incorpora la película funcionan casi como comic relief hasta que el personaje adquiere un aire casi surrealista.
La película conjuga los testimonios individuales con imágenes de archivo hasta que la reconstrucción de los cuatro días de Semana Santa adquieren una robustez impensada: el relato repasa desde los actos más pequeños hasta las grandes determinaciones del momento; las dudas de Alfonsín y de su círculo más cercano antes de mandarlo a Campo de Mayo tienen como eco una imagen pública, la de las oleadas de manifestantes que se dirigen hasta el lugar y ponen en peligro la capitulación. La decisión de darle voz a los políticos encargados de desactivar la operación tanto como a sus artífices es de una novedad extrema para el documental reciente, que tendió a silenciar el punto de vista de militares en casi cualquier tema (seguramente no sea casual que en esta misma edición del Bafici haya podido verse El hermano de Miguel, donde se filma el encuentro entre dos víctimas del caso Ibarzábal, asesinado por el ERP: su hija, Silvia Ibarzábal, y Miguel Dicovsky, que trata de conseguir información sobre su hermano Sergio, desaparecido durante el hecho. No hay reconciliación ni renuncia, pero sí un diálogo, la posibilidad de compartir un espacio común. Una escena así hubiera sido inimaginable hace poco tiempo). El efecto es el de una humanización general donde, salvo por los desplantes de Rico, no hay villanos ni héroes, sino hombres comunes movidos por intereses y enfrentados a una situación extraordinaria ante la que improvisan como pueden, ya sea ordenando a los medios sacar del aire las imágenes de la toma de Campo de Mayo o juntando militantes al voleo para enviar a los canales y que los filmen. Alfonsín aparece representado como un jefe que mueve con inteligencia el ajedrez político. Para Esto no es un golpe, la política es una cuestión de estrategia, astucia, sentido de la oportunidad; la épica es profundamente civil, republicana, la victoria de un sistema con sus recursos y no un asunto de líderes mesiánicos. Los discursos de Alfonsín del domingo de Semana Santa conmueven justamente por la estatura humana de su figura, por su fragilidad, por la proporción desmesura de la responsabilidad con la que se lo inviste. Entre los logros de la película se cuenta uno especialmente notable: el poder dejar en segundo plano, aunque sea durante un tiempo, la historia oficial para sumergir al espectador en el desenlace precipitado de la situación donde pareciera que el cálculo de los protagonistas puede fallar, que la sublevación puede contagiarse y extenderse, que todo puede salir mal. Las palabras finales del domingo, entonces, conmueven también porque el relato termina bien, porque hay algo que muy brevemente se parece a un final feliz, al menos hasta que los textos del epílogo nos colocan de nuevo en la Historia y sus vaivenes ingratos.