Los recuerdos en una bola de nieve
Entre un padre de muerte misteriosa y el suplicio de su amada, el personaje central del film tiende lazos hacia un más allá que lo redima y reencuentre con sus seres queridos. La película trae citas cinéfilas y soluciones intimistas.
Varias ideas confluyen en la propuesta del santafesino Walter Becker, tendientes a abrir una puerta introspectiva, que sea indagación sobre un costado metafísico, pero también como lazo que vincule afectos desgajados. En este sentido, Eterno paraíso tiene, desde la sinopsis del argumento, el nudo puesto en una pareja de amor indivisible, con la muerte como amenaza latente, a la par de la lejanía de un padre que ha decidido partir de manera temprana en la vida de Pablo, un niño de apenas 11 años.
De este modo, el film de Becker bascula entre dos tiempos, que si bien la cronología ordena, el relato superpone adrede, al menos como situación no superada, de rebote con olvido imposible en la vida de ese niño ahora adulto. El lazo con el padre (Guillermo Pfenning), figura fantasma de voz presente, comenzará a estar cada vez más cerca de Pablo (Matías Mayer), mientras Esperanza (María Abadi), su amor desde siempre, hace equilibrio entre la vida y la muerte en una cama de sanatorio. Pablo, desesperado, no dejará de atravesar también una situación cercana al desquicio.
Desde lo formal, Eterno paraíso tiene la mira puesta en soluciones intimistas, tanto es así que pareciera no haber gente alrededor de los protagonistas, tan cerrados sobre sí. Es de esta manera cómo el padre pasa los días en su habitación, entre anotaciones amontonadas y una obstinación que lo ciega. Es otro tanto lo que sucede entre Pablo y Esperanza, ensimismados en el cariño que les une y les remonta a un lago bucólico, escenario compartido durante su niñez. En ese lago de luna recortada habrán de reencontrarse, y así dar continuidad a un vínculo que les ha unido de un modo irrenunciable. Pero, la muerte late.
Muerte que es final y desenlace imperturbable, las más de las veces no deseado. Lo traumático, sobre todo, está cuando ella aparece en el momento que presuntamente no debiera. Para el caso, es ése el sino fatídico que corroe a la protagonista de Las tres luces, la obra maestra de Fritz Lang: aun cuando se intente variar lo que ha sido dicho –la muerte de su amado-, habrá de comprobarse que la vida no es otra cosa más que un ciclo de reiteración invariable: tantas veces ella lo intente evitar, tantas veces lo habrá de procurar.
Por su parte, Eterno paraíso pretende encerrar, desde su mismo título y a la manera simbólica, un recuerdo en forma de burbuja inmaculada. Desde la cita cinéfila, vale recordar que así como el padre dialoga con su hijo, mientras manipula una bola de nieve, es ese mismo objeto el que caía de las manos del Charles Foster Kane de Orson Welles: el recuerdo, la niñez, se partían en pedazos. Todo lo que hubo de suceder después había sido, en la vida del magnate de El ciudadano, un intento fútil por recuperar lo que se había irremediablemente perdido.
Ahora bien, lo que el film de Becker viene a ofrecer es otra instancia, tal vez posible, y remite a la chance de acceder a esa alteridad, como una trascendencia a alcanzar que desafíe, precisamente, a la muerte y la victoria del tiempo. Perdidas todas las posibilidades de proseguir juntos en el mundo de los sentidos, será entonces cuestión de acceder a otras maneras de la percepción. Es en esos menesteres en los que se encontraba el padre, según revelará el film, cuyo legado en algún momento resurgirá en el hijo, a través de videos y escritos que permitan proseguir la tarea.
El sueño consciente surgirá como una de las vías, y su mención hace que la película roce la percepción alucinada de Alejandro Jodorowsky, cuyos cómics y películas son pensados como vehículos tendientes a alcanzar una promesa trascendente. Si bien Eterno paraíso se propone e incluye tales cuestiones, las más de las veces aparecen como un mecanismo narrativo que, aun cuando permitan el impulso de la historia, no terminan por asumir el desafío. Uno de los ejemplos lo aportan las escenas de sexo entre Esperanza y Pablo, pudorosas, cuando el acto sexual es, simultáneamente, experiencia física y metafísica, acto humano a través del cual el ser se dispersa y reúne. Es esa respiración y estertor, placentero y angustiante –que bien podría tener analogía en los paisajes de óxido y naturaleza del Stalker de Tarkovski-, hacia donde no se decide a ir la película del santafesino. (Stalker, se recordará, guiaba a personajes y espectadores a la Zona, ámbito situado a la manera del otro lado espejo.)
Eterno paraíso se vuelve, en ese sentido, demasiado previsible, porque se preocupa por subrayar lo que ya está sugerido: un mismo plano, un mismo diálogo, reiterarán la misma acción del padre, replicada ahora en el hijo. La esposa/madre revive un mismo trauma. De igual manera, allí cuando la alucinación alcance su punto máximo, lo ideal hubiese sido dejar el vuelo a instancias del espectador. La resolución, antes bien, es bastante efectista.
Entre tanto cine preocupado por visitar ese más allá –capacidad que es intrínsecamente cinematográfica, dado su cariz fantasmal-, la luz al final del túnel tiene una fisonomía demasiado determinante. Bien viene recordar –a pesar de no ser lo mejor pensable- en los zapatos de Robin Williams resbalando en el suelo pictórico de Más allá de los sueños; mejor aún en el suicidio del Van Gogh de Kurosawa, vuelto aleteo de cuervos (Dreams); o en esa letanía en forma de viaje final y recuerdo vuelto cine que proponía Hirokazu Koreeda en After Life.