Lamento paisajista.
No hay una sola escena en Everest que mueva el amperímetro, que quiebre con la monotonía rítmica, con la avalancha de lugares comunes y el sentimentalismo exacerbado. Claro que visualmente todo es fabuloso, pero atrás de los lentes que nos acercan las locaciones reales de Nepal y de Italia (se filmaron varias escenas en Val Senales para reemplazar algunas partes del Everest) no queda casi nada. Filmada con ojo turista, el islandés Baltasar Kormákur realizó un audiovisual para que los adeptos a la aventura masoca del orgullo de vencer a Dios, a la naturaleza, a la montaña, lo disfruten en un IMAX; como también podrían disfrutar de los documentales de la vida acuática, muy buenos algunos, pero sin el peso cinematográfico necesario como para generar suspenso con el relato o profundidad desde algún subtexto. Lo del artesano islandés es un clasicismo amputado de verdad cinematográfica, alejado de un punto de vista que nos emocione realmente, sin necesidad de sinfónicas efectistas. La lejanía con sus propios personajes es clave para ese acercamiento a un estilo contemplativo de la nada misma, de lo perecedero del paisajismo más genérico. De todos modos, no podemos negar que algo contagian esos planos blancos azulados deseosos de impartir fobia, un poco del miedo de estar ahí arriba respirando mal nos transmiten, pero eso ya lo había logrado casi dos décadas atrás el documental también llamado Everest, filmado en 1998 con cámaras IMAX.
“Basado en una historia real” arranca Everest, bien trash, aunque después nos quieran vender grandilocuencia y pomposidad sin asumirse como un ejemplo lúdico audiovisual. Los personajes centrales son dos: Rob Hall (Jason Clarke) y Beck Weathers (Josh Brolin); el Jake Gyllenhaal de los posters queda desaprovechado, interpreta al competidor de Rob, Scott Fischer, con un estado de ánimo que representa muy bien la falta de oxigeno de las alturas. Scott es un canchero, Rob es el profesional buenazo y Beck es el aventurero que se fuga de su familia. Todo el contexto familiar (tanto de Beck como de Rob) sobra y distrae. La narración nunca se impone, Kormákur no confía en la trama, ni en el suspenso ni en sus personajes, necesita rellenar esas vidas que se la juegan toda por ningún motivo, por desquiciados; necesita completarlas con una familia esperando, con el fuera de campo sensiblero, como si el sacrificio de sus personajes no fuera suficiente. La historia directa de los tipos jugándosela contra el mundo le importa tan poco que las muertes comienzan a sucederse con la misma potencia de una charla telefónica, con la misma cadencia tranquila de la llegada al campamento; el descenso infernal tiene casi el mismo ritmo impersonal de la subida, todo es accesorio del paisajismo. Los personajes son olvidados por el director y no llegamos a conectar nunca con ninguno, simplemente nos quedamos mirando la montaña desde bien lejos, ahí donde nos pusieron.