En los últimos años, varias franquicias del cine de terror han ensayado una necesaria resurrección. Algunas con más suerte como Halloween o Scream, otra con algo de desgracia como La masacre de Texas. El gesto es siempre el mismo, volver al original para despojar sus virtudes –abundantes o exiguas- de la hojarasca acumulada por sus secuelas, la mayoría de ellas retorcidas en el clisé y el efectismo. La franquicia de Evil Dead, que forjó la identidad de Sam Raimi en el género, no escapa a esa búsqueda, curiosa en las exploración de nuevas variantes para el infierno desatado por el Necronomicón, pero afirmada en sus dos pilares: la posesión demoníaca y el reino del splatter. La última actualización de 2013, de la mano del uruguayo Fede Álvarez, si bien resultó bastante efectiva, eludió esa sensación de reinvención que sí consigue el irlandés Lee Cronin al apropiarse de los mismos recursos de siempre pero con una cuota de inasible desparpajo que la eleva por encima de aquella antecesora.
La trilogía original iniciada en 1981 forjó el culto que hoy la consagra no tanto en los méritos de un terror de bajo presupuesto como en el revuelvo que despertaron sus escenas más perturbadoras, a menudo mutiladas en ediciones de video. La profusión de sangre que definió al splatter encontró límites extendidos en los ríos de melaza roja que pintaban la estadía de cinco jóvenes universitarios en una cabaña de la región de Tennessee. Adolescentes y sangre eran los tópicos del terror de esos años y el hallazgo del Necronomicón o Libro de los Muertos reavivaba la vieja tradición satánica de décadas anteriores, desde El bebé de Rosemary y El exorcista hasta La profecía. Tradiciones del género que se amalgamaban en busca de nueva vida y expansión.
La idea que define a esta nueva película escrita y dirigida por Cronin ofrece una interesante deriva, una premisa casi calcada de aquella historia original que resulta un falso comienzo, una excusa de pocos minutos para ir hacia atrás, apenas un día antes en el corazón más oscuro de la ciudad de Los Ángeles. Lo que desata el despertar de los demonios es nuevamente la curiosidad juvenil, en un caprichoso descenso a una bóveda bancaria donde se alberga aquel libro cosido con piel humana y escrito con sangre. El conjuro anida en un viejo vinilo grabado en 1923 por un cura –también curioso de aquello que su religión censura- y alojado entre insectos repugnantes bajo décadas de miedo y silencio. El Necronomicón es menos un objeto hereje que una pieza ejemplar de la codicia humana, alojada en el alma negra de una entidad financiera.
Si el varón adolescente es el torpe anfitrión de la pesadilla más terrorífica, será un coro de mujeres el que conduzca la acción. Beth (Lily Sullivan) es una ingeniera de sonido que regresa a la casa de su hermana mayor luego de extensas giras con una banda de rock y con la noticia de su reciente embarazo. Allí encuentra a Elle (Alyssa Sutherland) y sus tres hijos, sobreviviendo luego del abandono del padre y con el colapso progresivo del viejo edificio en el que habitan como marco decadente. Cronin elabora en el vínculo de las dos hermanas la tensa dinámica de su infierno: una madre agotada por el abandono y la solitaria crianza; otra envuelta en la incertidumbre de una responsabilidad no deseada. Madres e hijas, como en El exorcista o El conjuro, exponen tras los vómitos de sangre y las mutilaciones más extravagantes, una verdadera disputa por la supervivencia. Sin la grandeza de William Friedkin ni su rigor católico en esa lucha entre razón y fe, Cronin sí se acerca a la exploración malsana de los contornos familiares que ha definido al cine de James Wan, donde el poder del demonio se confirma en el gobierno de ese amor que siempre se promovió como intocable.
Evil Dead: El despertar se nutre de las citas más evidentes, desde el ascensor de El resplandor y la motosierra de La masacre de Texas hasta el virtuosismo de esa cámara histérica que Raimi convirtió en una marca registrada. Pero lo que subyace a su iracunda carnicería es el intento de forjar una identidad propia sobre materiales apropiados, conjurar una posesión dolorosa y divertida sin que la tentación de la parodia la hunda en la procacidad del cinismo y la indulgencia. Feroz y sanguinaria, la película afirma su nihilismo menos en la fuerza sobrenatural del demonio y en la lucha desigual de quienes intentan detenerlo, que en la reflexión subyacente sobre quiénes son, en definitiva, los que ceden a su ardiente influencia. Después de todo ya sabemos que madre no hay una sola.