La fiesta del reencuentro
La tercera película de Ezequiel Acuña es la primera en la que sus protagonistas son adultos. Como ya se dijo muchas veces, sus personajes (¿alter egos de él mismo?) en Nadar solo o en Como un avión estrellado eran adolescentes que estaban en busca de su identidad. Tanto el personaje de Nicolás Mateo como el de Ignacio Rogers eran chicos que luchaban contra la torpeza de su propio cuerpo, contra la timidez y la imposibilidad de comunicarse que no los dejaba ser.
En Excursiones (una continuación de su primer corto, Rocío) Acuña creció y sus personajes también. Atrás quedaron las excusas para encontrarse con la chica de la que se está enamorado, o el miedo a que los padres descubran que te expulsaron del colegio. A los treinta los problemas son otros, pero esa incapacidad para acercarse a quien realmente importa es la misma.
Marcos y Martín son dos amigos que se reencuentran después de diez años sin verse y todo lo que no se dijeron en aquel entonces sigue abriendo un abismo entre los dos. En una escena Marcos (Matías Castelli), mientras están ensayando la obra de teatro que quieren presentar, le cuenta a un amigo de Martín (Alberto Rojas Apel) que si bien hace diez años que no se encontraban es como si se hubiesen visto ayer. Martín no es tan optimista, se sorprende y le dice que no, que el reencuentro fue un poco raro. Sabe que diez años es mucho tiempo, pero a pesar de haber crecido, la adolescencia sigue siendo para Acuña el momento clave de la vida, aquel que es la base de sus anteriores películas y que en Excusiones los personajes evocan en un intento de recuperar aquellos buenos viejos tiempos.
Para demostrarles que eso no es nada fácil está un amigo de Martín (uno que apareció en su vida durante la década en que se suspendió su relación con Marcos) que va a imponer la incomodidad entre los dos. Mientras él comparte nuevos códigos de amistad con Martín, Marcos se va a quedar afuera. De esta incomodidad resultan las situaciones más cómicas de la película (a la cabeza va la escena en la que vuelan el modelo de aeroplano mientras Marcos llama la atención como un nene) y es ahí donde gana, porque es casi imposible pasarla mal mientras se la está viendo.
Pero por otro lado esa comicidad no está exenta de cierta angustia y nostalgia que la sobrevuelan, y que se hace explícita al final cuando la película abandona el blanco y negro para mostrarnos un pasado en colores en el que los amigos se abrazan y se divierten vestidos con sus uniformes del secundario. Porque esta especie de historia de amor y de reencuentro entre dos amigos ya no reflexiona sobre lo que está por venir, como sí lo hacían las películas anteriores de Acuña, sino sobre lo que se perdió (ya sea amistad, sueños o remeras de Morrissey), pero al mismo tiempo y también en contraste con Nadar solo y Como un avión estrellado, es una película optimista. La desolación, el nudo en la garganta y lo que no se dijo pueden ahora dar paso a partidos de ping pong en la terraza y a quién sabe cuántas excursiones más.