Estafa sentimental Si hay algo que no se le puede negar a La esencia del amor, la película del británico Paul Andrew Williams, es que no escatima en recursos para quebrar hasta al más duro. Nada parece demasiado para lograr el cometido de ahogar en lagrimas al espectador. Es cierto que tener como punto de partida la historia de una viejita que trata de disfrutar sus últimos días de vida cantando en un coro de jubilados, ya sienta las bases para que el uso de carilinas sea, por lo menos, alto. Pero Williams no se anda con chiquitas y se juega el todo por el todo en cuanto a golpes bajos y sacarina, y sale victorioso: La escencia del amor 1- nuestra dignidad como espectadores 0. Pero esa batalla perdida contra la tristeza impuesta a la fuerza no es solo merito del director inglés y sus vueltas de guión. Sería bastante injusto no mencionar que el principal motivo por el que es tan difícil permanecer con el lagrimal seco es la imposibilidad de no caer ante el encanto que produce Vanessa Redgrave (la Marion del título original, Song for Marion). Ella, junto con Terence Stamp, se escapan del control absoluto del sube y baja sentimental que propone la película y permiten que se cuele alguna emoción real: porque hay que tener el corazón de piedra para no creerle todo a Marion cuando le canta con un hilo de voz True Colors al cascarrabias de su marido. Después de Marion no hay nada. Bah, en realidad hay algún que otro drama de relleno tirado de los pelos (¿o qué es si no esa relación tormentosa entre padre e hijo sin ninguna causa aparente?) y la pacatería en la cara anodina de Gemma Arterton. También quedan los tristes y calculados pasos de comedia pensados para señoras en busca de un “humor sano” ( al mejor estilo: “¡pongamos viejitos a bailar el robot!”) y la sensación de que retrocedimos treinta años.
Ser malo hoy Como un capítulo largo de alguna serie del estilo de Criminal Minds o CSI, La sospecha es un policial entreverado y confuso. No es que haya que ser un iluminado para entender las peripecias en la pelìcula del canadiense Denis Villeneuve, por el contrario, todos los cabos son resueltos religiosamente y todas las dudas son esclarecidas. El entrevero y la confusión son solo estrategias de un guión que funciona de forma mecánica sin dejar lugar a nada que se le parezca a una emoción real. La historia es la de dos nenas amigas que en plena celebración de Thanksgiving desaparecen del jardín de su casa sin dejar rastro. En realidad, la historia es la de las familias de las respectivas niñas, y de las distintas formas de hacer frente a la desesperación: depresión, violencia, impotencia; toda la paleta de reacciones posibles está servida como si de un libro de Elige tu propia aventura se tratara. Los personajes de La sospecha están despojados de toda humanidad y parecen moverse como marionetas que sirven para exhibir las diferentes psicologías y, sobre todo, para plantear un dilema moral. Villeneuve es ambicioso y deja bien en claro que su objetivo no es el goce narrativo. No estamos frente a un thriller como Plan de vuelo, por ejemplo, aunque haya niños que desaparecen misteriosamente y hombres perturbadores rondando (Peter Sarsgaard era quien manipulaba a Jodie Foster en aquella y Paul Dano es el destinatario de la ira de Hugh Jackman en esta). La ambición del canadiense va por otro lado. Con dos horas y media de duración y una solemnidad a prueba de bala, Villeneuve usa a su película a modo de ensayo sobre el mal, y para eso no se va a privar de nada: golpes, torturas, suicidios y serpientes están a la orden del día. Lástima que todo sea mostrado con una lejanía tal capaz de dejar indiferente al más sensible. Lástima que entre tanto soliloquio no se haya podido mezclar alguna emoción genuina: en La sospecha no hay dolor (solo una exhibición de ojos hinchados y moretones) y mucho menos hay lugar para ningún tipo de alegría.
Una vida menos ordinaria. La comedia romántica es, injustamente, un género vapuleado. Digo injustamente porque al mismo tiempo, con la honestidad de sus lugares comunes y con esa ligereza que tanto se subestima (como si narrar liviano fuera algo fácil de lograr), es también uno de los más generosos en esa complicada labor de “hacer sentir bien”. Porque ese “sentir bien” poco tiene que ver con una versión edulcorada de la vida. No se trata de alejarse de toda emoción real, todo lo contrario: es más como ir de visita a la casa de un amigo, de esos que siempre tienen una palabra amable. Una sensación de confort, de estar en casa. Y si hay alguien que sabe cómo moldear esos mundos en los que chica conoce chico, ese es Richard Curtis. El director de Realmente amor y guionista de Notting Hill y Cuatro bodas y un funeral ( por nombrar algunas), parece ser un experto artesano en películas de esas que no se pueden dejar pasar en el cable, aunque ya se hayan visto una veintena de veces y se puedan repetir los diálogos de memoria. Los suyos son personajes cargados de humanidad,con sus torpezas e inseguridades a cuestas, y esa es quizás la razón que los hace tan queribles: miren si no a la esposa desilusionada que es Emma Thompson en Realmente amor aguantarse las lágrimas mientras escucha Joni Mitchell luego de descubrir que su marido la engaña, o a la banda de amigos de Hugh Grant haciendo malabares para entrar todos en un auto y acompañarlo a recuperar el amor de la famosa Anna. En Cuestión de tiempo, su última pelìcula, también hay, por supuesto, una chica a conquistar (la siempre sonriente y bella Rachel Mc Adams), y también el protagonista es un chico torpe e inseguro (Domhnall Gleeson, el colorado de Anna Karenina, adorable) pero esta vez la cuestión romántica se resuelve rápido, sin enredos y con mucha fluidez. Es que acá la cosa va por otro lado, como se deja ya bien claro desde el título: la cuestión acá es el tiempo, o mejor dicho el paso del mismo. No solo por lo evidente: el protagonista y todos los hombres de su familia pueden viajar hacia su propio pasado y modificarlo si lo desean, sino también porque, al igual que otra gran película como Marley y yo, la de Curtis nos hace testigos del paso del tiempo en la vida de sus personajes. De sus decisiones y sus consecuencias, sí, pero también de esas pequeñas delicias que hacen de esta vida ordinaria algo extraordinario.
La última película de ese creador de mundos un poco abúlicos y cargados de color que es Wes Anderson, cuenta la historia de una fuga: La de dos chicos (melancólicos y solitarios, ellos) que se enamoran tras un breve encuentro en una obra de teatro y que, por medio de una larga correspondencia, deciden dejar atrás todo (todo menos los libros, un disco y el gato) huir juntos y empezar de cero. Pero Un reino bajo la luna habla también un poco de la fuga que nos da todo aquello que sea fantástico. De todo aquello por lo que vamos al cine. Ya desde el comienzo, cuando se nos presenta la casa de Suzie (la niña adulta que se escapa) con la guía de orquesta para jóvenes de Benjamin Britten de fondo, desmenuzando instrumento por instrumento la orquesta, al mismo tiempo que vemos las habitaciones de una casa que bien podría ser la de Stacy Malibu, somos consientes del artificio reinante. Y ese artificio híper organizado en el que la árida realidad no tiene lugar, nos recibe con calidez, así como los libros de aventuras y reinos lejanos que Suzie roba de la biblioteca, le brindan a ella confort y la evaden de su hastío cotidiano. Es que en este universo, bastante parecido a una maqueta de juguete, con boys scouts uniformados, carpas alineadas y autoridades caricaturescas, todos buscan, aunque de diferente manera, escapar de la apatía imperante. Así como Sam huye de su orfandad y de su impopularidad en el campamento, Suzie lo hace de su familia y del tedio. Ella le dice en un momento que desearía ser huérfana, a lo que él le responde que la ama, pero que no tiene la menor idea de lo que está hablando. Cada uno carga con diferentes soledades, y la acción, lanzarse a la aventura, parece ser el único camino posible. Porque la aventura acá está en los que se fugan, pero también en los que los que persiguen. Tanto los padres de Suzie (con sus problemas de violencia e infidelidad), como el policía triste y solitario que interpreta Bruce Willis, o el líder boy scout al que se le escapan todos los chicos que es Edward Norton, se vuelven un poco heroicos en la odisea. El saber y el poder ya no son abstractos y fútiles sino que sirven para salvar vidas: el boy scout crecido y un poco tontón, puede entrar en una casa en llamas y rescatar a un hombre, los abogados que recitan leyes de manera vacía pueden ahora usarlas para cambiar el destino poco prometedor de un niño. Es la acción la que los saca de su sopor cotidiano y les permite ser nobles. Wes Anderson inventa un reino lleno de nostalgia por cosas que probablemente nunca hayamos vivido. Una utopía en donde te puede caer un rayo en la cabeza y todo va a estar bien. Un mundo de juguete en el que nos invita a vivir por un rato, pero del que, como los invitados maleducados que somos, no nos queremos ir.
Hasta ahora, debo decir, permanecía inmune a todo el furor Crepúsculo, con sus vampiros, sus hombres lobos y los ardores de las chicas. Pero en este último coletazo, y porque el destino así lo quiso, me aventuré a ver Amanecer, primera parte, y lo hice con no poco entusiasmo, porque hasta yo, en mi completa ignorancia, sabía que el histeriqueo del vampiro casto iba a llegar a su fin, y que, ceremonia mediante, iban a consumar lo que venían amagando hace tres películas. Amanecer cumple, y tras muchas idas y vueltas en la luna de miel de los muchachos (que de tan divertidos que estaban parece que sublimaban jugando al ajedrez) la pobre Bella obtiene lo que andaba buscando. Pero la tragedia no tarda en llegar a la casa de los Cullen y Bella queda embarazada de un bebe medio extraño que crece a pasos agigantados y que la va consumiendo hasta dejarla piel y huesos. De aquí en más la película, que ya venía con un ritmo inexistente e intentando con escenas forzosamente ligeras estirar lo inestirable (como cuando ellos dos, las personas con menos onda del mundo, hacen que bailan en Río), se torna seria y hablada. A partir de ahí, con el monstruito en cuestión gestándose, todo va a girar en torno a la firme decisión que tiene la futura madre de seguir con el embarazo a pesar de todo, y la del padre y el hombre lobo que tratan de convencerla para que decline. Que todo esto suceda alrededor de un sillón, con la chica casi desapareciendo entre una manta y los contendientes turnándose para hablar, y que para colmo todo sea más aburrido que chupar un clavo, no ayuda mucho a sobrellevar la dulce espera de Bella. Pero no todo es embarazo y cuerpos consumidos en Amanecer, también hay lobos peleándose telepáticamente por el bienestar de los humanos, lobos que quieren imprimarse (terminología que aparentemente significa encontrar a alguien y comprometerse), lobos que finalmente se impriman, vampiros calientes, sangre, nacimientos y demás minucias. Lástima que con todo este revuelto el señor Condon (director de esta última parte de la saga) no haya podido hacer algo aunque sea un poquito más divertido.
El extraño caso de Angélica es una película misteriosa y bella. Igual es la manera en que su director, Manoel de Oliveira, nos muestra el pueblo donde transcurre esta historia de amor fantástica que le tomó décadas filmar. El mundo que crea Oliveira es el de una espacio sin presente, donde todos su habitantes parecen fuera de su tiempo y desconectados de lo terrenal. Es en esa planeta, que el director se toma su tiempo para presentar con una noche de lluvia, donde habitan personajes como Isaac, un fotógrafo que resiste en el uso de la imagen analógica y que está obsesionado con el trabajo manual de la tierra. O Justina, la señora que maneja la pensión donde él vive, y que en su micromundo de preocupación por el bienestar de sus huéspedes ve transcurrir sus días. Una noche lo llaman a Isaac para fotografiar el cadáver de una joven de familia católica de alcurnia, y mientras le saca la foto, ve a través de la lente que ella le sonríe, que revive sólo para él. Ella, hay que decirlo, es la bella Pilar López de Ayala, que también deslumbra en Medianeras. Pero no es sólo Pilar el punto de contacto entre las dos películas. Porque las dos demandan una entrega del espectador. Que se crea los mundos que se proponen, así como creen sus personajes. Es que acá lo misterioso se acepta sin mayores miramientos. Isaac, del que no sabemos nada, sólo que rechaza sistemáticamente los desayunos que la pobre Justina le prepara con esmero, se encuentra con Angélica (con su espíritu, o con ella, no importa) en sus sueños. Allí, él lo dice con desesperación cuando despierta, ya no tiene más angustias y es finalmente feliz. Aunque no importa tanto que lo pronuncie porque ahí está Oliveira, detrás de la cámara para mostrarlo en esos inserts azules y mágicos que muestra a los dos volando por todo el pueblo. Y aunque acá sólo puedo hablar desde mi total subjetividad, no creo que haya mejor manera de ilustrar lo que se siente en esos sueños de los que no se quiere despertar. Esa placidez que da la cercanía con el ser amado, y la amargura y melancolía que provoca el despertar. Pero El extraño caso de Angélica lejos está de ser una película solemne sobre el amor trascendental. Al contrario, es una película con un gran sentido del humor que no se priva de reírse de su protagonista, quién, mientras más se aleja de sus pocos lazos con el mundo tangible, más ridículo y errático es su comportamiento (como cuando lo vemos gritar ante quién quiera escucharlo el nombre de la muerta en el cementerio, o cuando balbucea frente a los otros huéspedes de la señora Justina tratando de encontrar un sentido a su obsesión). O en todo caso, mejor dicho, sí es una película sobre el amor trascendental, pero también es sobre los desayunos de Justina, y sobre su pajarito siendo observado sin tregua por el gato de la pensión. Es sobre los vecinos y sus charlas bucólicas y también sobre el canto de los labradores de la tierra, pero sobre todo es una de esas pocas películas que, de tan bello que es todo lo que muestra, da ganas de todo, hasta de morir.
Love, actually Medianeras cuenta una historia de amor de dos que desde el vamos, se sabe, tienen que estar juntos. Nos damos cuenta por pequeñas cosas que la película nos va haciendo conocer de uno y del otro, nada demasiado grande ni evidente: canciones que los dos sienten la necesidad de cantar, Manhattan de Woody Allen, chistes y cierta ingenuidad que desentona con el ritmo incomodo y acelerado de los que los rodean. Pero esta también es la historia de dos personas que viven en una ciudad que, en algún punto se les puso en contra. Con departamentos construidos sin la mínima posibilidad de que entre un rayo de sol, y con miedos que les impiden enfrentar esas pesadillas que son los colectivos, ascensores y demás hacinamientos nuestros de cada día. La fuerza de Medianeras, o el porqué de que sea una película sumamente querible, es que Mariana y Martín (los dos a quererse) nos importan. Los vemos pasarla mal, sufrir citas con tipos y minas, que si bien no tienen nada terriblemente malo (Carla Peterson en un cameo como una tilinga medio snob que no para de hablar en francés es lo más grave de la galería de fracasos amorosos), simplemente no son los adecuados para ellos. Acá, al igual que en Sintonía de amor, no vemos idas y venidas, histeriqueos típicos o malos entendidos que lleven a que el-chico-conoce-chica tenga un momento de separación, sino que el único obstáculo a sortear es que todavía no se conozcan, porque una vez que lo hagan, llamémoslo arbitrariedad, género o destino, ya va a estar todo dicho. Con una estructura parecida a la de 500 días con ella, fragmentada en las estaciones del año y con las voces en off de ellos contando quiénes son, Medianeras tiene mucho de cuento para chicos que, con la dulzura de la voz de Pilar Lopez de Ayala y Javier Drolas, nos va llevando a un estado de ensoñación en el que siempre queremos escuchar un poco más. Pero que también demanda nuestra entrega, que por un rato creamos que la vida es más fácil, y como le dice Tracy a Woody Allen en Manhattan, que confiemos un poco más en la gente.
Larry, el triste Bueno, hay que decirlo rápido para que no duela tanto: Tom Hanks derrapó. El bonachón que hizo que todos quisiéramos un departamento con cama elástica en la adorada Quisiera ser grande, el policía que era socio de un sabueso y el padre viudo enamorado de la, en ese entonces, muy bella Meg Ryan de Sintonía de amor, entró en una decadencia de la que espero pueda tener retorno. La cuestión es que Tom por segunda vez en su extensa carrera se puso atrás de la cámara y dirigió Larry Crowne, una especie de comedia con big smile Julia Roberts, que cuenta las desaventuras de un pobre infeliz (el Larry del título interpretado por el mismo Hanks) que es despedido del trabajo al que le dedico toda su vida, con la excusa de que nunca fue a la universidad. Pero esta es una película de enseñanza de vida, así que Larry como buen americano ve el lado coca cola de todo esto y en vez de demandar a quienes lo despiden sin motivo, el mismo día en que pensaba ser elegido como empleado del mes, ingresa a la universidad y toma un curso sobre algo así como hablar en público de manera informal, dictado por la siempre radiante Julia Roberts. Y si alguien puede llegar a pensar que lo malo de la película es su previsibilidad al estilo hombre encuentra el sentido de su vida en nuevo grupo de amigos y conoce a la mujer de sus sueños, se equivoca, porque si bien todo esto pasa eventualmente, el definitivo y gran problema es que sucede de una manera tan falaz y alejada del mundo que irrita. Un ejemplo de los momentos donde la desidia por parte del director se hace más evidente es cuando luego de una jornada universitaria Larry se sube a su moto y, secundado por sus nuevos amigos, recorre la ciudad. La escena es tan falsa que necesita hacernos saber a través de una canción que ese es un buen día, sin contar que para remarcar la idea de felicidad adolescente que el protagonista está descubriendo, vemos como en cada esquina se suma más y más gente en moto sin ningún motivo aparente al paseo que Larry que había comenzado de manera supuestamente espontánea. Es increíble que el mismo hombre que en 1996 dirigió la hermosa película de camino a la fama que es Eso que tú haces, y que impuso el hit de los inventados The Wonders en el corazón de multitudes (bueno, no sé si multitudes pero en el mío si) hoy, 15 años después nos traiga esto: una película sin ningún tipo de alegría, a la que no se le puede creer ni una sola sonrisa, y eso sí que es imperdonable.
Pequeña decadencia de la comedia francesa Como si el acercamiento (por más torpe que este sea) al género de parte de una industria que no es la americana fuese un mérito en sí mismo, hay una tendencia a ser benevolentes con películas que de manera evidente y sin ánimos de esconderlo nos muestran que son un verdadero pelotazo. Este es el caso de Rompecorazones, una suerte de comedia francesa que sorpresivamente ha cosechado varias críticas favorables que rescatan más que nada justamente eso, que sea una comedia y que sea francesa. La película narra las peripecias de un Don Juan que utiliza sus encantos para llevar adelante, junto a su familia, una empresa dedicada a evitar que casamientos que vienen mal aspectados, se lleven a cabo. La cosa se complica cuando, abrumado por las deudas y acosado por un matón muy parecido a Brutus, nuestro Don Juan acepta un trabajo casi destinado al fracaso: enamorar en menos de diez días a una chica millonaria (Vanessa Paradis) aparentemente enamorada de su novio y sin mayores problemas que ser seguidora de George Michael y que su película fetiche sea Dirty Dancing. Y si bien es cierto que contando el argumento de cualquier película se la puede dejar en ridículo sin ningún tipo de argumentación, el problema grave de Rompecorazones es que, más allá de cualquier premisa, cree que es cómico mostrar hasta el hartazgo la cara estreñida de un tipo que trata de llorar, o que golpea reiteradas veces a una chica en la cabeza para desmayarla y así evitar que, en paños menores, quiera seducir a nuestro héroe en cuestión. Quizás, para ser justos tendría que mencionar que no es todo sufrimiento y vergüenza ajena. Claro que hay un momento de pequeña alegría genuina en la película: cuando ya habiendo fracasado en todos los intentos por conquistar a la dama en cuestión el muchacho opta por la espontaneidad y tras el debido paseo en auto por las rutas de la costa francesa caen de madrugada en un bar vacío donde bailan solos The time of my life como lo hacían Patrick Swayze y Jennifer Grey en Dirty Dancing. Y digo alegría genuina porque Vanessa Paradis (que con sus paletas separadas es bastante encantadora) y el Don Juan de quien no recuerdo el nombre parecen divertirse de verdad, y también porque la canción es lo único que se escucha y para melosas como yo que se contentan con poco, eso es algo, aunque claro, para eso hubiese sido mejor ver Dirty Dancing.
Un gran chico Una esposa de mentira no es una película anárquica ni está llena de citas autorreferenciales al mundo de la nueva comedia americana. Más bien es una película conservadora que no aprovecha del todo al Sandler de antaño y sus acostumbradas explosiones de ira. Sin embargo, aunque la ternura esté demodé, Una esposa de mentira es una comedia que sí aprovecha la otra cara del Sandler de la vieja época, esa que nos hace creer que es la persona más buena del mundo, o por lo menos una de las más queribles. La historia es remanida y predecible: Danny (Sandler) sufre una desilusión amorosa en el día de su casamiento (al igual que en La mejor de mis bodas) y desde entonces deja su especialización en cardiología y se dedica a la cirugía plástica, disciplina que encaja mejor con su nueva vida libertina. Dicho libertinaje, sin embargo, se interrumpe cuando se enamora de una chica casi perfecta. A partir de ahí, recurrirá a su confidente y mejor amiga (la siempre adorable Jennifer Anniston) para que lo ayude a conquistar a la chica de sus sueños. Como es sabido, en el medio se dará cuenta de que la perfección es bastante aburrida y que la chica con la que trabaja todo los días y con la que se ríe de los mismos chistes es algo así como su alma gemela. Y aunque todo esto parece abundar en lugares comunes (¿qué comedia romántica de los últimos tiempos no lo hace?) la película los vuelve auténticos. Porque ahí están los ojos siempre movedizos de Jennifer Anniston y la nobleza de niño crecido de Adam Sandler para que les creamos que realmente son un médico y su asistente aguantando la risa por las cejas en estado de asombro permanente de una paciente, y, para que les creamos, más que nada, que están enamorados. Quizás el gran acierto de la película es no tenerle miedo al pastiche, porque usa todos los recursos habidos y por haber pero los hace propios, con un ritmo en el que no hay tiempo para estirar un chiste hasta el hartazgo. Si la aparición de Nicole Kidman (una ex amiga del personaje de Jennifer Aniston que puede desbaratar todo el plan de ficción familiar que están llevando a cabo) podría hacernos suponer toda una seguidilla de chistes de encuentros y desavenencias molestas al estilo de una obra de títeres, acá no pasa. El director no se regodea en el malentendido y los lleva a una escena en la que Nicole y Jennifer se sacan chispas bailando hawaiano y que termina con el mejor beso no dado entre Sandler y Anniston. Y aunque se la pueda acusar de muchas cosas a Una esposa de mentira (tales como un final un poco apresurado, o una dosis de más de cursilería), no se la puede acusar de no tener corazón, porque el niño gigante de Adam Sandler y la chica de los mohines perfectos que es Jennifer Aniston lo ponen entero, y lo demás, no importa.