Algunos de los pocos que vimos Como un avión estrellado, la anterior película de Ezequiel Acuña, no podemos olvidarla. Se trató, a partir del golpe de esa visión gloriosa, de recomendarla con el mayor fervor del que fuimos capaces, de prestarla, de copiarla, de conseguir adeptos incluso a la fuerza; de hacer de ella, en definitiva, algo así como una causa. Acuña quizás no estaba tan solo pero parecía que sí: su película, mal estrenada, peor lanzada, incomprendida casi desde el principio (eso seguro), se asemejaba inopinadamente a un objeto abandonado al que nadie parecía interesado en echar siquiera una mirada. Daba toda la impresión, después de todo, de que se cumplía a rajatabla aquello de la maldición de la segunda película, ese momento de terrible algidez en el que el entusiasmo crítico cosechado con un primer largometraje se convierte ante la visión del segundo en desencanto y enseguida en desdén (desprecio, inclusive) en cuanto se presenta el primer escollo. El mar rugiente de palabras y emoción desatada que azotaba Como un avión estrellado era la primera sorpresa, aunque no sería la única.
Los adolescentes protagonistas de Nadar solo, debut del director, prácticamente no hablan y cuando lo hacen es con una especie de desgano, de pesadez mortal, como si el mutismo casi absoluto en el que se la pasan inmersos fuera su casa, un refugio del que son arrancados por la fuerza. El habla parece ser allí de exclusivo uso de los padres, de las autoridades, en todo caso de los mayores; el habla es el vehículo en el que se expresa el orden del mundo con una violencia que apenas se esconde, que adopta como mucho la forma de los buenos modales y de una cortesía mal simulada. Al centrar la mirada en los chicos protagonistas, y hacer coincidir esa mirada con la propia, el director construye su película sobre una tensión subterránea acerca de la cual ya ha tomado partido. La música de Jaime Sin Tierra, una remera de Morrissey que debe ser rescatada del tacho de basura, Mar del Plata en invierno, parecen operar como cifras secretas, verdaderas contraseñas de un mapa mental. El inesperado triunfo de la película consiste en desplegar con desusada precisión esos signos, en volverlos reconocibles y universalmente elocuentes.
Abrazando una dramaturgia nueva, expansiva, Como un avión estrellado parecía decidida a mostrase como antítesis de Nadar solo. Pero, ¿era un truco de prestidigitación lo que intentaba hacer Acuña? ¿Un mero llenar lo que antes estaba vacío, hablar donde se callaba, hacer manifiesto lo latente? En definitiva, ¿hacer surgir el conflicto que antes apenas se insinuaba, como un leve temblor? En parte, pero no solamente eso. Si en Nadar solo los adultos tenían voz pero eran al fin poco más que figurantes (Manuel Callau como el padre y Marcelo Zanelli como el profesor, sobre todo ellos), en Como un avión estrellado han desaparecido directamente de la escena y solo funcionan como presencia fantasmal: los padres de Nico, muertos en un accidente de aviación, seguro. Pero también, inesperadamente, los músicos de rock norteamericanos Tim y Jeff Buckley, respectivamente padre e hijo, suicidados ambos y cuyas figuras parecen oficiar como oscuros númenes para Santi, el amigo de Nico que resulta ser también su doble, su verdadero lado oscuro, adepto a las pastillas y a los pequeños robos. El único personaje que debería vivir en la adultez, aunque sea porque su biología se lo demanda, es el hermano mayor de Nico, que en cambio prefiere instalarse en una especie de limbo, refugiado en un pliegue de su historia personal, apegado a las amistades de sus progenitores como un animalito doméstico (trabaja de veterinario, por lo demás) y negándose a vender la casa que la familia posee en Chile. Al revés que en Nadar solo, centrada exclusivamente en su joven protagonista, y demostrando que a veces más es más, en esta película Acuña dispone una constelación de tragedias íntimas en la que cada una de ellas podría constituir una historia por sí misma. Henchida de palabras y de estallidos, bellamente desequilibrada y angustiante, la película terminaba con un suicidio fuera de campo y una desconcertante elipsis tras la que se situaba al espectador en un final en el que el protagonista parecía alcanzar un instante de sosiego merced al efecto engañosamente redentor de una canción de Mi pequeña muerte.
Bañada de una oscuridad verdaderamente notable, Como un avión estrellado planteaba un desafío al director pero que se podía muy bien dirigir también a la secta que constituimos (a esta altura) sus seguidores. Es como la pregunta que se hizo alguna vez Lenin: ¿qué hacer? ¿Quizá perseverar allí, en ese viaje de ultratumba, hablándoles a los muertos, o (peor todavía, mucho más atemorizante) dejar que hablen ellos, oírlos susurrar, filtrar sus palabras en las canciones de rock que engalanan sus películas, esas melodías que Acuña se empeña en encontrar una y otra vez, siempre distintas pero parecidas? ¿Dar en cambio un paso atrás y volver a pulsar la (a fin de cuentas) amable melancolía de Nadar solo, ese confortable refugio para solitarios en el que uno se podía acurrucar cuando la muerte todavía no nos había tocado de cerca? Ni una cosa ni la otra. Demasiado noble como para ser astuto, y convertido en cartógrafo de su propia sensibilidad (acaso a su pesar), Acuña empieza de nuevo y reinventa para el cine argentino la comedia triste. Asumida al fin la edad de su director, su cine no es que se vuelva nostálgico pero cede un poco a la tentación de atesorar ciertas imágenes, cierta emoción que parecía parte de un tiempo ido pero cuyos restos aun pueden juntarse y disponerse amorosamente en una repisa, aunque sea en forma de fósiles un tanto grotescos: uno de los momentos más hermosos de Excursiones muestra a los dos protagonistas (Alberto Rojas Apel y Matías Castelli, excelentes), muchachos treintañeros ya, vestidos con el uniforme del colegio posando para la cámara. Construida enteramente alrededor de la idea de la pérdida, la película parece condensar en ese plano (fuera de la diégesis, fuera del tiempo), parte de su verdadera vocación a la vez que establece la dolorosa conciencia de su imposibilidad: rastrear una felicidad pasada para traerla de vuelta y actualizarla, hacer entrar figuras en ropas que no les quedan. Con secuencias que constituyen prácticamente cada una un sketch, Excursiones despliega una comicidad liberadora dispuesta a asumir plenamente sus efectos: la risa es en la película la orgullosa respuesta a la constatación del desamparo y de la desdicha. En tanto, las bellas secuencias en cámara lenta, que parecen diseñadas como complemento de la comedia llena de palabras que constituye el grueso del metraje, se encargan de proporcionar esos breves y espléndidos momentos de cine puro que aparecían en Como un avión estrellado pero que aquí alcanzan picos de radiante felicidad, casi siempre con la sorprendente Martina Juncadella como protagonista principal (en el cine de Acuña las mujeres parecen existir solo como idealización, como figuras vaporosas a las que se contempla con extática veneración). Pero lo notable es que nada parece del todo preparado en la primera comedia del director, muy a pesar del perfecto timing de las escenas nada en verdad luce pergeñado en un laboratorio como en esos intentos tan toscos de comedia a la americana del cine argentino reciente que se dan a sala llena. La imprevista gracia y la elegancia de Excursiones, película orlada de pequeños hallazgos a cada paso, parecen finalmente sugerir que hay un mundo esperando ser descubierto.