Por muchas razones (en su mayoría técnicas) sería injusto comparar “Exodo: Dioses y reyes”, de Ridley Scott, con el clásico “Los diez mandamientos” (1956), de Cecil B. DeMille. Ambos artistas son grandes narradores, pero pertenecen a distintas épocas. Haciendo un juego hipotético (basado en el análisis de la filmografía de ambos), imaginemos que les hubiera tocado vivir a cada uno en el tiempo del otro. Desde lo estético, narrativo y conceptual, si DeMille hubiera tenido en sus manos el guión de “Exodo: Dioses y reyes”, seguramente habría filmado de la misma manera que rodó “Los diez mandamientos”, y viceversa.
Entonces, ¿por qué tiene tantos puntos flojos? Para empezar, el principal punto dramático que sostiene la historia ya fue contado por el mismo director hace catorce años. Hablamos de “Gladiador” (2000), por supuesto. ¿Hace falta mencionar la cantidad de merecidísimos premios que ganó, incluyendo varios Oscar? Los primeros minutos (siempre desde el punto de vista del conflicto) son casi calcados. Un Emperador en sus últimos días de vida debe decidir la sucesión entre su hijo legítimo o el adoptivo, teniendo más admiración por éste último. Muere, y el poder queda en manos del menos indicado, el que menos valores y virtudes ha cultivado durante los años. Sin embargo, hay una suerte de obediencia a los mandatos que hay que respetar. Todo esto enmarcado en una escena posterior a una batalla, que en éste caso es del ejército egipcio contra los Hititas.
A partir de aquí se distancian los argumentos, pero esa relación entre ambos será el eje dramático-narrativo hasta el final. Al descubrir esto en “Exodo: Dioses y reyes”, podría dar lo mismo si se llama Moisés (Christian Bale) o Máximus (Russell Crowe). Lo raro es que teniendo una referencia tan a mano haya tan abismal diferencia en la construcción de los personajes y su forma de vincularse.
Ligado a ello hay una causa natural: el casting. Habremos de salvar la gigantesca distancia entre los actores Joaquin Phoenix (antagónico de Máximus) y quien hace de Ramsés, Joel Edgerton. La tibieza de su composición, la falta de decisión, o acaso la poca convicción en su propuesta, le quita “ángel” a su personaje. Se lo ve en las escenas, pero no “está”, como, por ejemplo, en las escenas en las que manda familias a la horca. Allí esto se ve muy claro. No es un problema de dirección actoral, simplemente el personaje le queda gigante. Bale, por su parte, compone a un guerrero que nunca deja de serlo. Nueve años después del exilio lo vemos igual. Agazapado. Tenso. Hay pocos matices en su trabajo en contraste con los que ofrece su personaje.
Más allá de los trabajos, ambos actores enfrentan un guión que no se preocupa lo suficiente por establecer claramente (o al menos mejor de lo que se ve, con mayor fuerza) la relación entre ambos en los primeros minutos, cosa que sí sucedía en la referencia anterior y también (mucho mejor) en “El príncipe de Egipto” (1998), la producción animada producida por Steven Spielberg. Tampoco pasa mucho con el resto del elenco. Ni con John Turturro, ni con Ben Kingsley (en menor medida), en tanto Sigourney Waver debe estar preguntándose todavía para qué fue.
No es el único problema de éste estreno. Los efectos visuales hacen del CGI una estrella más para recrear la imponencia de la arquitectura egipcia, lo cual no juega a favor cuando éste tipo de recursos ocupa el 70 % de lo que vemos en pantalla (acercado al ojo por el uso del 3D). Puede ser espectacular el encuadre, pero se siente lo artificial, y no deja de serlo por más logrado que esté el efecto en post-producción.
Es un relato lleno de acción decorada por una banda sonora ambiciosa de Alberto Iglesias, habitual compositor de las producciones de Pedro Almodóvar, por momentos con un registro más emparentado con la emoción de la aventura que de lo épico, aunque es cierto que es difícil encontrar un leit-motive a lo largo de las más de dos horas de duración.
Todos estos factores dejan una sensación de estar viendo lo que todo el mundo da por sentado de la gesta de Moisés. No es que esté mal, simplemente le quita profundidad. Es tan extraño que uno se pregunta si estamos frente a la versión completa, o es un recorte para que entren más funciones por día en las cadenas de cine.
Es Ridley Scott, de manera tal que no todas son pálidas. Hay una jugada interesante al reemplazar “La voz de Dios” que Charlton Heston escuchaba, por la presencia de un niño. Recio, duro, respondón, casi impiadoso. Que Dios y su voluntad estén representados por un chico es, sin dudas, uno de los temas que dará para la polémica.
La concepción visual está claramente a la altura de las circunstancias exigidas por la historia, es decir, esta es de las obras que justifica la entrada por el concepto del cine espectáculo. En especial un par de secuencias que se roban la tensión, como la de las siete plagas que está realmente bien lograda y, por supuesto, el cruce del Mar Rojo, más allá de una resolución más cerca de Marvel que de la biblia.
Por otra parte está claro que se cuenta una historia, no hay cabos sueltos, ni errores en el timing de la compaginación, en este aspecto hablamos de un producto que cumple en líneas generales con entretener. En todo caso habría que preguntarse por la necesidad de estirar el final con una elipsis violenta que en un minuto saltea los cuarenta años de periplo por el desierto; pero es lo menos significativo. Es Ridley Scott. Uno espera más. Punto.