Parece mentira pero éste estreno tiene tres “comienzos”, lo cual ya de por sí plantea algo distinto.
En el primero, una hermosa muchacha curvilínea pone un disco, camina semidesnuda por la casa. La vemos alejarse de la cámara mientras se contorsiona al ritmo, llega a su dormitorio se arrodilla al lado de la cama toma algo duro, negro y rígido y se lo lleva a la boca. Acto seguido, se pega un tiro y se suicida. Ese shock funciona a la perfección para el enganche. Es sencillo y efectivo.
El segundo comienzo se presenta como una suerte de extracto de “Sucesos Argentinos” que describe la historia del Asilo Exeter, que nació para contener a chicos con retrasos mentales y otras patologías, pero luego se fue superpoblando, a los chicos se los maltrataba, les daban electro shock, los mataban y luego los enterraban en un cementerio a la vista. El propio noticiero se encarga de avisarnos que “se rumorea que las almas en pena de las víctimas rondan por los pasillos de este Asilo que terminó incendiándose y clausurado en los ‘70”.
En el siguiente segmento da comienzo, por fin, “Exorcismo”. El padre Conway (Stephern Lang), a cargo de la iglesia local, anda con ganas de remodelar el lugar de apoco y convertirlo en algo útil a la sociedad. La idea es avanzar con la ayuda de Patrick (Kelly Blatz), un adolescente que anda con la testosterona por las nubes, al igual que sus amigos quienes, al enterarse de la existencia del lugar, la lejanía de los vecinos, y la consiguiente ausencia de la policía, deciden tirar la casa por la ventana y organizar una fiesta nocturna con rock and roll a todo volumen, alcohol de todas las graduaciones posibles, y drogas de todos los colores y efectos posibles. Se van al carajo con la reunioncita, al término de la cual quedan los que más aguante tuvieron durante toda la noche. Knowles (Nick Nicotera), Brad (Brett Dier) y su chica de turno Amber (Gage Golightly), Drew (Nick Nordelia), el propio Patrick con su hermano Rory (Michael Ormsby) y una chica que conoció en medio del toletole, Reign (Brittany Curran). La banda sigue bajo los efectos de lo consumido, pero la charla deriva en contar lo que pasó en el lugar décadas atrás y por alguna razón terminan queriendo hacer levitar a Rory mediante un ritual satánico. El diablo no se hace esperar.
“Exorcismo” tiene la saludable auto conciencia de saberse un homenaje al cine de terror de los ochenta, con una clara referencia a la brillante “¡Qué no se entere mamá!” (1987), pero, en lugar de vampiros, con posesiones diabólicas. El parentesco entre ambas se da, más allá de los casi treinta años que las separan, en la complicidad para entenderlas como una lectura frente a una adolescencia que le abre la puerta a los excesos.
Está claro que el argumento de éste estreno pasa por otro lado. Aparece el humor. Varias veces, y de manera muy efectiva, cuando se juegan situaciones insólitas con atropellos o las maneras torpes en las que se dan algunas muertes. El director Marcus Nispel, otrora responsable de relanzamientos como “Martes 13” (2009), o “La masacre de Texas” (2003), hace su película mejor balanceada en términos de suspenso, sobresaltos (¿hasta cuándo los ruidos fuertes?), un gran manejo del humor en situaciones extremas (“el monstruo escribió en el techo con sangre, no tiene problemas de comunicación”, dice alguien en un momento), y fundamentalmente una buena capacidad de lectura de la juventud contemporánea porque, en definitiva, todo este incordio es producto de decisiones afectadas por los excesos.
El elenco está realmente muy bien incluido, un tétrico y rígido Stephen Lang que sabe de este oficio y con dos o tres apariciones le alcanza. Todo el trabajo artesanal de efectos especiales tiene su momento de brillo junto a la dirección de fotografía que logra hacer de la locación un personaje más. “Exorcismo” tiene los buenos elementos del género y ese ADN ochentoso con aire naif que se mezcla notoriamente con los códigos de esta época. Punto a favor para el terror.