Basada en una novela sobre un niño monstruoso, Extraordinario ingresa en ese listado de películas que le cantan a la vida. Su optimismo puede herir la sensibilidad del espectador.
Ya desde su secuencia de apertura, Extraordinario impone su tono: amable, simpaticón, sensible, pedagógico. Se despejan las dudas: será una película bondadosa. ¿Pero su voracidad de bondad alcanza para convertirla en un producto fiable? Extraordinario es un filme tramposo y calculador, que no escatima recursos para extirparle lágrimas al espectador. Sin embargo, en este maquiavelismo sentimental, uno atisba la destreza del director Stephen Chbosky para sostener el interés rompiendo el punto de vista del protagonista, trasladándolo a personajes periféricos. Estos cambios del centro de gravedad serán el valor agregado del filme, eso que intente distanciarlo del género “anormales en busca de amor”, un género del que sólo David Lynch con El Hombre Elefante esquivó el golpe bajo para entender que había allí una humanidad alternativa, socialmente incompatible, y por lo tanto trágica.
Extraordinario podría considerarse la antítesis de El Hombre Elefante, con un desenlace ideológicamente sospechoso. Auggie es un niño de 10 años que nació con múltiples deformidades y debió someterse a decenas de operaciones para sobrevivir. Tras ser educado por su abnegada madre (una Julia Roberts interpretándose a sí misma), más el apoyo incondicional de un padre canchero (Owen Wilson en piloto automático), Auggie debe enfrentar el colegio y descubrir qué es el bullying y qué es la amistad.
La película está plagada de seres unilateralmente buenos que confabulan para que Auggie se sienta cómodo. El director de la escuela es una caricatura de sabiduría y buen temple. También adquiere protagonismo uno de los profesores, joven, afroamericano, open mind, que arrojará frases de autoayuda del tipo “pensemos siempre qué clase de persona aspiramos a ser”. En el bando de los malos, por supuesto, habrá un grupo dedicado al bullying.
Si este maniqueísmo no se torna insoportable, es porque Stephen Chbosky se atreve a cuestionar el egocentrismo sufriente de Auggie para dedicarle parcelas de su película a los conflictos de los personajes secundarios. La deformidad de Auggie deja de ser un trastorno exclusivo para el niño y pone en situación conflictiva a los demás, como un espejo de disfuncionalidad. Esta innovación, de todos modos, no es radical, y con algo de culpa, el relato vuelve sobre Auggie, allanándole el camino hacia el éxito.
Allí la película entra en sombras ideológicas: ¿es necesario hacer de Auggie un ganador? La adaptación y el exitismo terminan fundiéndose y el mensaje final se reduce a la ovación lacrimógena como única forma de reivindicación social.