Atacar en demasia a Fama sería meterse con una película inofensiva que se deshace por su propia ineptitud.
¿Cómo hacer interesante en estos tiempos de proliferación de reality shows televisivos sobre talentos artísticos una película que, precisamente, habla de cómo se construye ese talento a partir del trabajo y la educación? Cuando Fama se estrenó, a comienzos de los 80, el film podía ser más o menos interesante -confieso que no vi el original-, pero es indudable que había en esos pasillos de la New York Academy of Performing Arts algo interesante y que generaba curiosidad. Partiendo de un pésimo guión y una dirección indecorosa, nada de eso ocurre con esta pálida remake.
La historia es sabida: cuatro años en la vida de un grupo de estudiantes de baile, actuación y música. Sus frustraciones, sus triunfos, sus broncas, sus miedos, sus represiones, sus luchas. Nada de eso estaría mal, por más que se haya visto cientos de veces, si el director Kevin Tancharoen se hubiera preocupado, al menos, por construir un personaje atractivo. Apenas algunos diálogos puestos en boca de los profesores sobre que al talento hay que acompañarlo con esfuerzo resultan acertados. Lo que hay son una serie de lugares comunes y clichés hechos personas.
El cliché puede funcionar en otro género. Pero aquí, donde se reclama algo de humanidad para poder comprometerse con esos personajes que atraviesan una dura etapa de aprendizaje, es imposible de sostener. Lo peor de esta película, más allá de ser mala, es que básicamente lo que pasa frente a nuestros ojos no nos importa. Y, para aumentar el fracaso, lo terrible es que estamos hablando de un grupo de jóvenes artistas que tienen que comenzar a recorrer su camino.
Fama falla en todos los estamentos donde intenta hacer pie. Las historias de vida de sus personajes no pasan de la etapa embrionaria, el montaje es espantoso, impidiendo tanto que los conflictos se construyan como que las coreografías puedan ser disfrutadas, las canciones son insustanciales y su puesta en escena se parece a las acartonadas producciones musicales de la ceremonia del Oscar. El film es solemne y, para peor, solemne en su propio vacío.
Hablar además del conservadurismo con el que son retratadas algunas relaciones sentimentales en el film sería meterse demasiado con una película inofensiva que se deshace por su propia ineptitud. La anécdota del final sobre la llegada a la cima, la libertad del artista y la eternidad del talento se derrumba por la ineficacia de la propia propuesta: si gente tan talentosa apenas pudo lograr este film tan deshilachado estamos fritos. Si el futuro del espectáculo es lo que muestra Tancharoen podríamos predecir, ya mismo, la muerte de todas las artes.