Hay secretos en los lazos de sangre
La película escrita y dirigida por Edgardo González Amer, a partir de varios cuentos propios, está marcada por el encierro y los ocultamientos. Aleandro hace de madre de quien es su hijo en la vida real. Pero la que más se luce es la debutante Malena Sánchez.
Parece fuera del tiempo esta película escrita y dirigida por Edgardo González Amer, a partir de varios cuentos propios. Tal vez porque toda familia encerrada sobre sí misma queda, por definición, fuera del tiempo. O quizá sea la película misma la que transmite la sensación de las cosas que, por excesivo encierro y poca aireación, se ponen rancias. Sobre encierros, familias y ocultamientos hablaba la película anterior de González Amer, El infinito sin estrellas, que se estrenó cuatro años atrás. Algo de atemporal había en aquella película que perfectamente podría haber transcurrido medio siglo atrás, sin cambiar demasiado. Pero allí la sensación de detención en el tiempo, el olor a cosa rancia, tenían que ver con el mundo reflejado, mientras que aquí parecen producto del modo en que se lo refleja. Que remite un poco a cierto teatro realista de los ’50 y ’60, otro poco a la “televisión de calidad” de los ’70 y algo más a un cine argentino a medio camino entre lo viejo y lo nuevo.
Ernesto (Oscar Ferrigno) administra el hotel de la familia en una localidad balnearia (la película se filmó en las inmediaciones de Valeria del Mar), junto con su mamá Elisa (Norma Aleandro) y su hermana Betina (Valeria Lorca). Todo está como estacionado en ese hotel-vivienda. Como además no se trata de plena temporada, los pasajeros no abundan. Un señor mayor y dos chicas retozonas despiertan los comentarios más o menos chusmas de Elisa, la molestia de Ernesto (que luce, en verdad, algo así como un malestar instalado) y la mudez de Betina, que da toda la sensación de sufrir alguna clase de discapacidad mental. En medio de esa módica semisordidez, un día de pronto aparece Julia, hija de Ernesto, que no ve a su padre desde hace un rato largo (la debutante Malena Sánchez). Algo pasó en Buenos Aires que la hizo venir, algo le pasa a Ernesto que no se siente muy cómodo con su visita.
Como sucedía en El infinito sin estrellas, el secreto, lo largamente ocultado, lo no dicho, son todo un nudo aquí. La diferencia es que mientras en aquella película todo eso funcionaba como un iceberg del cual asomaban puntas, aquí asoma más bien poco. Las revelaciones, cuando tienen lugar, pierden peso, porque previamente no se construyó algún misterio a su alrededor. En verdad, el propio mecanismo misterio-revelación es una fórmula dramática tan añeja como la del extraño (en este caso, extraña) que viene a subvertir el orden familiar. Tan teatral como el estilo –visible, enfático, gestual– con que Jorge Suárez compone un personaje lleno de clichés, el del amigo sibarita –chef, jazzero, fumador en pipa– de Ernesto. Fórmulas remanidas, actuaciones teatrales o debilidades de armado no lastraban la película anterior de González Amer, que tal vez no fuera modernísima pero estaba sabiamente y pacientemente construida. Se supone que un chiste o curiosidad tibiamente cholula lo constituiría el hecho de que Ferrigno es hijo de Aleandro y esposo de Lorca. Más que eso importan, desde ya, la frescura y modernidad aportadas por Malena Sánchez. Una chica que –como es común en su generación y escaso aquí a su alrededor– parecería llevar en sí el ADN de la actuación cinematográfica.