Rudo y cursi.
El tipo está re caliente. Acaban de contarle que su hija adolescente estuvo tomando sol en topless, así que va a la playa a buscarla. Cuando la encuentra le encaja un sopapo y se va. En eso aparece el típico amigo regordete y bonachón para intentar calmarlo. “No puedo más con esta pendeja”, arguye él, a lo que el gordo (que además le está arreglando la pileta del jardín) responde: “Pero che, vos pensá en los litros de agua que hay en el mar, y vos haciéndote problema por una pileta, por boludeces. Aflojá, papá”. Nuestro héroe, víctima de un impulso irrefrenable, sale corriendo y se zambulle entre las olas, con ropa y todo. Nada unos metros, sale y vuelve a su casa, donde, todavía empapado, se prepara un té de espaldas a su madre. “Vos no sos el único con problemas”, le recuerda ella. Una vez en su habitación, encuentra a la nena durmiendo. Sobre la mesa de luz, un papelito con el dibujo de una carita sonriente rodeada de corazones. Conmovido en su espíritu paternal, él pone cara de bueno, se enternece y la tapa con una manta.
He allí la esencia de Familia para armar. El padre y la hija en cuestión son Ernesto (Oscar Ferrigno), un malhumorado cuarentón que administra un hotel en Valeria del Mar junto a su madre (Norma Aleandro), y Julia (Malena Sánchez), una joven revoltosa que cae de repente sin decir nada acerca de su pasado inmediato. La relación entre ambos es agresiva y distante, producto de viejos rencores que, con el correr de la película, se irán solventando de la manera más obvia y aburrida posible.
Más allá de una manifiesta precariedad formal, el gran obstáculo para el film de Edgardo González Amer es su guión, el cual se empecina en esconder secretos ya sabidos tanto por los personajes como por el espectador, sin mencionar esos diálogos que resultan involuntariamente desopilantes. Con su emotividad zonza y esquemática, Familia para armar se aproxima al peor Burman, al peor Campanella, y así configura un epítome de los vicios más frecuentes del cine argentino. En cuanto a las actuaciones, la debutante Malena Sánchez sale airosa frente a un enojoso Oscar Ferrigno, mientras que Norma Aleandro, madre del actor en la vida real, cumple con un papel que a esta altura de su carrera le sale de memoria. En cualquier caso, el contexto no los ayuda.
Escenas como la descrita hay un montón. Hacia el final, la tartamuda y aparentemente retardada hermana del protagonista (Valeria Lorca), harta de que este la basuree, se planta y espeta: “T-t-t-te qui-qui-quiero in-in-s-s-ssultar. S-s-ssos un ca-ca-caprichoso hijo de p-p-puta”. Y Ernesto, que en el fondo es un tierno, le da la razón abrazándola con efusividad. Por suerte esta vez no dice nada, aunque ya es demasiado tarde. El bochorno está consumado.