Por algún motivo, Luc Besson espera que uno se ría con los crímenes y las salvajadas de Giovanni Manzoni y su familia de psicópatas. Un plomero va a la nueva casa de los Manzoni, trata de estafar a Giovanni y la reacción inmediata de este es golpearlo primero con un bate de baseball y después con un martillo hasta producirle más de doce fracturas y dejarlo hospitalizado; eso, según Besson, vendría a ser un chiste. Aunque lo peor no son los actos de violencia que los cuatro integrantes del clan realizan con una notable precisión y una brutalidad poco disimulada, sino la incapacidad de la película para proponer esos estallidos como realmente cómicos: no hay prácticamente un trabajo de puesta en escena o de actuación que le imprima algo de humor a los hechos, solo alguna que otra melodía simpática, agradable que viene a señalar desde la banda sonora el supuesto carácter gracioso de las acciones. Familia peligrosa consigue algunos momentos interesantes cuando junta a Robert de Niro y Tommy Lee Jones en plan de viejos antagonistas reunidos a su pesar por las circunstancias, y el personaje del hijo, aprendiz aventajado de los modos bestiales de la mafia, tiene más de una buena escena cuando intenta desplazar del poder a los matones de turno y transformar la escuela en su territorio personal. El resto del tiempo, el guión se acerca a la familia en fuga (Giovanni delató a sus antiguos compañeros a cambio de protección policial) como si se tratara de un grupo más o menos normal y espera, por ejemplo, que el público se emocione cuando la hija le dice a Giovanni que es el mejor padre del mundo, a pesar de que los recuerdos del protagonista lo muestren cometiendo atrocidades como sumergir a una persona viva en ácido. Algo huele mal, y no se trata solo del problema moral que la película pareciera esquivar o directamente no comprender sino del desacople absoluto entre los atributos de los personajes y lo que el relato espera de ellos: con un montón de asesinos a sangre fría como los Manzoni difícilmente pueda generarse humor o interés, mucho menos la empatía a la que Besson aspira. Michelle Pffeifer, incluso en la piel de la repelente esposa de un matón sanguinario, sigue tan seductora como siempre, y De Niro repite una vez más al hombre cansado y abatido que viene interpretando cómodamente desde hace varios años, solo que acá además juega con su pasado de mafioso fílmico: es como si sus personajes de Buenos muchachos o Casino hubieran envejecido, ablandado un poco y llevado una vida familiar en permanente huida. Como si eso no alcanzara para certificar el linaje scorsesiano de Giovanni Manzoni, la película se encarga de llevar al protagonista, esta vez adoptando la identidad de un escritor, a un encuentro de cine-debate en el que, debido a una confusión, se termina proyectando Buenos muchachos. De esa forma, el canchero de Luc Besson puede jugar tranquilamente a la autoconciencia por un rato y creer que lo suyo es una especie de reflexión sobre el cine, cuando en realidad la cosa no pasa de una simple referencia previsible y tosca bien a tono con la moda actual de las citas cinematográficas; para colmo, el reenvío resulta ser de lo más correcto y respetuoso, quizás porque el mismo Scorsese figura como productor ejecutivo y, en el fondo, Besson, a pesar de todos sus alardes visuales y narrativos, no se atreve a reírse ni un poco en presencia de Marty.